4 de marzo de 2019

En febrero las plantas

Una madrugada de febrero soñé con “una chica enamorada sin ser correspondida, adherida al piso, recargando energía como si fuera un celular”. Eso es más o menos lo que anoté en el momento, rápidamente, para poder seguir durmiendo. La chica sufrida recibía la energía del piso, y yo me repetía las palabras horticultura y horticultor.

Así era la secuencia: horticultura… horticultura horticultura horticultor; así hasta que me despertaba, con ese versito en la boca (o en la mente). En el sueño yo contemplaba la escena parado, en cuero y en jeans, como si fuera una especie de jardinero de película noventosa, uno de esos tipos de pocas palabras, en principio personaje secundario pero quién te dice, posible héroe o asesino.

Cuando desperté a la mañana tuve que googlear la palabra horticultura porque casi que la desconocía; la asociaba vagamente con el cuidado de algo. Horticultura: cultivo en los huertos. Las plantas, pensé. Con mi novia habíamos estado unos días antes en un vivero, comprando nuevas macetas y tierra para trasplantar nuestras plantas, que no paraban de crecer. Esa misma tardecita habíamos hecho el trabajo. Luego de esta simple asociación diurna, la incógnita del sueño parecía resuelta, y olvidé a la chica por completo.

***

La madrugada siguiente al sueño, me levanté para tomar agua, en cuero (casi nunca duermo así porque soy friolento, pero era plena ola de calor), y me encontré con hojas verdes desparramadas por el piso del living. Una de las plantas estaba aplastada, como despeinada o peinada a la gomina; la otra se mantenía firme y erguida, pero deshojada y seriamente mordida (su hoja más grande parecía la manzana de Apple). Nuestra gata Bruna, parada entre las plantas, en la mitad de la noche, me miraba como en un éxtasis, o como si estuviese esperando mi llegada: “Sabía que vendrías…”. O tal vez solamente soportaba mejor el calor ahí, paradita cerca de la ventana. Como sea, en sus ojos había la misma pureza que en la noche de enero en que nos trajo el pájaro muerto.

Esa mañana, ordenando el desastre, entendí mejor mi rol de horticultor, y supe que la chica de mi sueño, adherida al piso, representaba a las dos plantas que ahora sufrían e intentaban recargar su energía. Pero me seguía inquietando la paz en los ojos de Bruna. Así como las plantas me necesitaron a mí, parece que ella también las había necesitado a ellas, o al pájaro, solo que para algo distinto, imposible de comprender.

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Cuando uno se va de vacaciones, tiene que encargarle a alguien el cuidado de sus seres vivos (mascotas, plantas). Uno mismo, sin ir más lejos, encarga su vida entera a quién sabe qué seres. A un sacacorchos, en cambio, podríamos abandonarlo por mil años, y si el fin del mundo no ocurre, lo encontraríamos en el mismo lugar, intacto, autosuficiente como un dios. Pero en el deseo tras los ataques de Bruna, como en las plantas que dañó, había sobre todo necesidad de algo.

Unos días después del modesto incidente botánico, soñé con la palabra francesa assaillant. Me desperté repitiéndomela de la misma forma que había ocurrido con horticultura, y también en este caso solo recordaba vagamente el significado de la palabra soñada. Todo eso me dio la pauta de que se trataba de un sueño complementario al anterior, el que trataba sobre el cultivo de las plantas; el complementario, o el segundo de una saga incompleta.

Busqué entonces la palabra assaillant en el diccionario: una de sus posibles traducciones es atacante.

2 de febrero de 2019

En enero los pájaros


Hará unos 20 o 25 días, nuestra gata Bruna nos trajo un pájaro muerto. Era la primera vez que hacía algo así (hace apenas un mes nos habíamos mudado a un depto estilo ph con patio; toda su vida anterior había sido de departamento puro). Lo descubrió mi novia cuando atravesaba el pasillo para ir al dormitorio o al baño. Yo escuché su grito desde el living, y cuando fui a fijarme qué pasaba, ahí estaba el pájaro tendido, inmóvil, desnucado. En una posición extraña para ser un pájaro (si hay algo que define al estado de muerte, es la posición inusual del cuerpo que la porta).

Su cuerpo gordo de pájaro y su cabeza, aunque en una posición incómoda, estaban impecables, pero su cuello estaba destrozado. Vi las pequeñas plumas desparramadas por el pasillo; también la sangre. Me asombró que fuese tan roja, tan parecida a la sangre humana. Bruna estaba parada a centímetros del cadáver, pero no contemplaba su obra, sino que nos miraba, casi con ternura, ofreciéndonos su regalo, a la expectativa de nuestra reacción.

La insultamos, le gritamos y se asustó. Fue a esconderse debajo del placard, seguramente sin entender lo que estaba sucediendo. Nosotros tampoco entendíamos. Luego sí. Me arrepentí de la reacción; al fin y al cabo la cortesía indica que un regalo, aunque no coincida en nada con el gusto propio, tiene ser aceptado. Aun (o quizás sobre todo) si ese regalo proviene de un animal, y al que uno estima mucho. Hubo que recoger el regalo y rápidamente salir a la calle a tirarlo al contenedor. Hubo que limpiar las plumitas y la sangre. A los 10 minutos, no quedaba el más mínimo rastro del pájaro en nuestro pasillo.

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Hace unos 8 días, nos vinimos para Uruguay, de vacaciones. Aquí nos esperaba una amiga, que vive en Inglaterra y me trajo de allí, a pedido, La novela luminosa, de Levrero, es decir, un libro de un uruguayo que pude conseguir en el norte de Europa, por Internet, a mitad del precio de su edición en Argentina. Lo primero que me asombró fue el grosor del libro: más de 500 páginas, letra chiquita; sería todo un desafío estival. Lo segundo, que en la tapa había dibujado un pájaro.

Me acordé del regalo de Bruna. El libro, finalmente, me encantó.

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Al pájaro que nos acompañó durante los primeros días de nuestras vacaciones uruguayas, le pusimos Tito. Era un pájaro muy extraño. Se paseaba por la mesa mientras desayunábamos; entraba y salía de la casa que alquilamos; se nos subía a la falda cuando almorzábamos o tomábamos mate. No nos tenía miedo, aunque no le gustaba que lo tocáramos. Como un gato. Cuando caminaba, hacía un sonido como de pato afónico. Nos gustaba tener a Tito como mascota, ante la ausencia de nuestra gata Bruna. Nos preocupábamos por conseguirle pan y le dejábamos un tupper con agua en la puerta. Tito venía todos los días por la mañana y por la tarde; por las noches jamás aparecía.

Sin embargo, al quinto o sexto día, dejó de venir. Coincidió con la irrupción de dos días de calor furioso y lluvias repentinas, que les siguieron a unos primeros días que habían sido de verano apacible. Pero hoy volvió el clima razonable, y Tito sigue sin aparecer.

***

Fue durante esos dos días calurosos que me acordé de la señorita María Angélica, mi maestra de tercer grado. Cuando se enojaba, María Angélica, al frente del aula y vestida de delantal blanco, entrecerraba los ojitos, pestañeando como si le hubiera entrado una basurita, y como castigo nos daba dictados o ejercicios con números interminables de tarea. María Angélica también nos había dado, esta vez como premio, un pájaro enjaulado para que nos lo pasáramos de casa en casa, entre los compañeros.

¿Cómo se llamaba ese pájaro? No lograba acordarme. Solo podía pensar en el olor a alpiste, la comida que había que darle. Que el pájaro estuviese encerrado en una jaula era algo que me parecía natural. Como los ojos entrecerrados y los dictados, o como decirle señorita a una mujer de 50 años.

***

Hoy al mediodía (mañana ya nos volvemos a Buenos Aires), me acordé del nombre del pajarito. Después de una buena caminata matinal por la playa, yo estaba sentado en el deck de la casa que alquilamos, descansando, y pensaba en la familia de nuestra amiga que vive en Inglaterra. Estaban todos pasando las vacaciones en una casa a pocas cuadras, frente al mar, en el mismo balneario que nosotros: ella, su marido inglés, su hermano, su mamá, su tía, su primo y el hijo del primo.

Entonces me acordé de su fiesta de casamiento, a la que fui invitado (hará dos años de esto), y me pregunté por qué no me acordaba de haber visto ahí a su primo y a su tía. De quienes sí me acordaba era de otro de sus primos y de su novia, por ese entonces recién presentada en sociedad. Ellos eran (son) más chicos que nosotros. Entonces me acordé de una compañera de la primaria, de apellido Iturralde o Ithurralde, a quien en tono de burla le decían Piturralde. Luego volví a pensar en la fiesta: al primo que sí recordaba que estaba allí le dicen Pitu.

Y así di la vuelta entera: el pájaro enjaulado de María Angélica también se llamaba Pitu.

24 de julio de 2017

Cuatro veces ciudad - @lacallejuelasinfin


Bajá predispuesto y sin sed, sin querer ser el paso que todavía no diste. Bajá como si fueras una nube. Cuando llegues, no te pongas en el andén en pose de pasajero, mirando el túnel del lado que tiene que venir. Mirá a los que tenés en frente, del lado contrario. Mirales los pies, los tapados, los pibes que les cuelgan de los brazos y que tienen mirada de nube. No recuerdes quién sos, quién fuiste hoy a la tarde o quién querés ser mañana. No compres revistas. Que se haga tarde en la ciudad, pero que te encuentre predispuesto.


Los dos mozos de la pizzería semivacía están como dibujados, mirando hacia la calle. La pizzería es como un tubo y en el fondo, cruzando la avenida, la cartelera del teatro dice bien grande la palabra CULO. Los dos mozos parecen mirar fijo hacia el fondo del tubo donde está la palabra. De repente, no entiendo lo que pasa. Uno de los mozos le hace un gesto al otro, como de asentimiento, o como si dijera: "Es así nomás, viejo". Pero no tengo idea en realidad. El otro mozo no hace el menor gesto, no acusa recibo. Sólo mira fijo hacia la palabra del cartel. O hacia nada. Yo termino de comer y empiezo a caminar por el tubo hasta salir a la calle. Mientras cruzo la avenida, saco una foto así. En algún lugar lejos del tubo, atardecía. 

@proyectoerizo
Pensó que esa tarde era la indicada. Tomó su sombrero y las llaves. Su gato lo acompañó hasta la puerta, a través del largo pasillo. Al llegar al final, se detuvo. Su gato lo miraba con perplejidad. Sacó las llaves del bolsillo del pantalón y le quitó la traba al cerrojo. Y tocó la puerta. Una, dos veces, tocó la puerta desde adentro varias veces y esperó. Esperó que algún peatón interrumpiera su marcha y se frenara del otro lado. Él se fijaría entonces por la mirilla. Pero nadie pasó. Así permaneció unos minutos, parado frente a la puerta de salida. Pensó que la mejor estrategia era esperar y seguir tocando.

@jpp_8
"La propaganda manda cruel en el cartel", decía el viejo tango "Afiches". Pero esto es Buenos Aires, 2016. Esto ya no es tango, acá ya no está la vidriera de un lado y el tanguero del otro, con su rincón en donde tiene "ganas de balearse". El rincón era su búnker. Era el siglo XX, había búnker. Pero acá no hay rincón, no hay búnker, sino que todo es cartel, todo es la chica del cartel. Eso sí: cada tanto ocurre que afuera del cartel aparece una mujer en el piso (¿pero hay un afuera?). No sabríamos decir qué mujer es más real. Si el cartel es real, la mujer es una extraña aparición. Tal vez haya una matrix, una especie de supercartel que produce los carteles y cada tanto, porque está aburrido, la excepción: la señora en el piso. La señora indiferente a la matrix. En su búnker. Mientras tanto, ¿alguien podrá alcanzar esa matrix, aunque sea escribirle un tango?




5 de abril de 2017

Hay de todo y el Enola Gay


Así como cuando cruzamos las vías y viene un tren hay que tener cuidado porque, como dice un poema, one train may hide another [un tren puede ocultar otro tren], yo no me había puesto a pensar que podría haber otro motivo detrás de las dos bombas atómicas de Estados Unidos contra Japón, al margen de lo estrictamente bélico. Yo creía que las dos bombas de Truman eran una especie de mal necesario para la lógica de aquel entonces: de un tirón, borramos unos cientos de miles de personas del mapa y así le ponemos fin a la guerra. Pero no. Hay que tener cuidado: con las bombas y con las explicaciones. Las primeras sirven para morir; las segundas, para vivir; pero exactamente, para vivir en un determinado estado mental: "era un mal necesario".

Con la suerte de la guerra ya decidida en favor de los Aliados, parece que Truman quería impresionar a Stalin (y al mundo). Ambos líderes ya olfateaban el futuro bipolar. Y claro que era difícil de impresionar el tipo de los bigotes impasibles; digamos que ya estaba acostumbrado a los gajes de la pólvora. Hacía falta una novedad para sacudir a Iósif: el poder atómico. Make it new, Harry. Si es nuevo, dos veces bueno. 

Hay una explicación al alcance de la mano para todo, o para casi todo. Esa explicación es la primera que nos llega, y es la que nos deja tranquilos: así es como tiran dos bombas atómicas, o nos aumentan el gas un 200%, y nosotros nos quedamos tranquilos. Porque la guerra, porque Pearl Harbor, porque el sinceramiento, porque qué se le va a hacer. Es espantoso que se tiren bombas atómicas, pero la idea de que se tiran con una cierta lógica, en el fondo, nos tranquiliza. Estados Unidos está en guerra contra Japón. Estados Unidos ataca Japón. BUM. Guerra é finita. Unos ganan y otros pierden. Y lógicamente son los nazis, los malos, los que pierden. Bueno, y Japón, pero Japón queda muy lejos. Nos encanta el juego del TEG. Pero no. Estados Unidos no ataca Japón. Estados Unidos habla. Se pavonea. Y ataca sólo porque el costo-beneficio le cierra: es otro tipo de lógica, pero más difícil de tragar que la convencional. Para nosotros, los espectadores, hay un segundo horror, después de las bombas, que es que hay una segunda explicación después de la primera. Descubrir que el ataque en realidad puede ser apenas un mensaje, y que el destinatario es todo el mundo excepto los destinatarios directos del mensaje (los japoneses), realmente nos embarra la cancha. Está el juego del TEG, por un lado, y están sus explicaciones, por el otro. Pero las dos cosas están juntas, aunque una esconda a la otra, como en el caso de los trenes.

***

Mensajes. Uno escribe en público por las redes sociales a una persona que ama o a una persona que está muerta, y es para que lo lea alguien en especial o todos, quizá, todos menos el destinatario oficial del mensaje. Es para que lo lea cualquiera menos a quien va dirigido. Messi putea al árbitro, Messi, el de la conducta intachable, un jugador en quien una actitud así no puede ser leída como un caso más del folclore futbolero. "Messi nunca fue expulsado", dicen. ¿Habría puteado al árbitro si no hubiese estado jugando en Argentina? ¿Si no lo hubiesen estado filmando? En esa tradición tan nuestra de fagocitar a los ídolos exigiéndoles cualquier cosa, quizá a Messi le estuvimos pidiendo durante años este aguante, este autodestruirse por una pasión. Y Messi se largó solito, insultó al árbitro nomás, como en una especie de rito iniciático de la argentinidad (el otro sería su opuesto o complemento: "Hacete amigo del juez"). Pero el destinatario de la puteada era lo de menos. Por eso, el árbitro coherentemente afirmó que no había recibido ningún insulto. Quizá era un sabio y comprendió que el mensaje no era para él, sino para satisfacer las demandas de nuestro sentido común. Y encima nos regaló un penal. Un capo, el árbitro.

Mensajes. Cualquiera puede ser el destinatario, menos el destinatario. Amor, odio, despliegue de poder. Hay de todo. Lo que es común en todos los casos es que el destinatario es una excusa. Hiroshima es una excusa para que a Stalin finalmente se le crispe el bigote.

Hay de todo y el Enola Gay, decía Calamaro, en alusión al avión que tiró la bomba sobre Hiroshima. Pero el Enola Gay quizá sea, en menor escala, lo mismo que ese de todo. Las bombas y los mensajes no son lo que parecen, no apuntan a quienes parece que apuntan. 

Otras veces ni siquiera parece haber mensaje, o una explicación al alcance de la mano. ¿Por qué el gobierno argentino, mientras toma deuda y recorta en educación, le compra tanto armamento bélico a Estados Unidos? ¿Por culpa del kirchnerismo? No es tan fácil encontrar la excusa. Y necesitamos que nos mientan, así nos sentimos un poco valorados. El otro día un padre mató a un técnico de fútbol infantil, llevando al extremo (y para que Messi tome nota) el rito iniciático de la argentinidad futbolera. Y el otro día en Caballito un tipo mató a puñaladas a otro en la calle. Sin motivo. Cuando leía la nota, pensaba en los familiares de la víctima, pensaba en el momento en que se enteraron de la muerte, primero, y cuando supieron de la falta de móviles, después. ¿Es un poco exagerado pensar que la segunda noticia, el hecho de que no hubo motivo, es casi tan trágica como la primera? Cuando yo me enteré de lo que pasó, buscaba en la noticia el motivo con ansias: un robo, un asunto personal, una discusión, algo, lo mínimo que fuese, pero algo. Pan y explicaciones queremos. ¿A quién mató el tipo en realidad? ¿En qué se convierte un asesinato cuando la víctima podría haber sido literalmente cualquier otro?

***

Hoy es 5 de abril, y el fin de semana fue el turno de hablar un poco de los caídos, ya agotado el tema de los desaparecidos (somos grandes creadores de participios). Después, generalmente vienen los huevos, según el año, y luego las fechas patrias que generan consenso en todos. 

¿Cómo se explica Malvinas? No lo sé, pero seguramente no por el lado del heroísmo. Y entonces también pensaba estas cosas porque, por ejemplo, a un soldado de Malvinas probablemente le resulte difícil entender que tal vez no se sacrificó por la patria, sino por motivos menos refulgentes. Malvinas es Hiroshima, o el tipo que mataron en Caballito, o el árbitro de Argentina-Chile. Destinatarios  aleatorios. 

¿Y el piloto del Enola Gay? ¿Habrá sabido por qué apretó el botón? Stalin, seguramente sí.

9 de enero de 2017

¿Cuánto es 2+2?


(texto con spoilers)

En la novela 1984, cuando Winston (el protagonista) se encuentra bajo la tortura del Partido y se le pide que admita que "2+2 a veces son 5", no se trata ya del simple y burdo intento de acallar las voces disidentes en un régimen totalitario, sino de algo más sutil y ambicioso. Al Partido no le interesa tan sólo que Winston sea obediente, como ocurriría con cualquier autoritarismo vulgar, sino que le importa, sobre todo, que su prisionero político piense de otro modo. Y ese otro modo es el que al Partido le viene en gana, y que en la novela de Orwell se ha ido esparciendo por las mentes como el líquido de una tormenta de enero. Utilizando la fuerza y la vigilancia sin fisuras, durante décadas el Partido viraliza. Y hacia el año 1984, tan sólo le falta atar algunos cabos sueltos, como el caso del terco Winston, aunque la idea nunca sea que estos locos desaparezcan del todo. 

Así es como, en la lucha de fuerzas de esta sociedad distópica, dos lógicas de pensamiento se oponen, pero una es infinitamente más poderosa que la otra. Y en definitiva, lo que plantea Orwell podría resumirse así: en un mundo donde el 99% piensa que “2+2 a veces son 5” y el 1% restante duda y se lo cuestiona, ¿quién tiene razón?

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¿Qué hacemos cuando creemos tener razón, pero estamos solos? Eso es lo que se pregunta 1984 en 1948. Pero ya estamos en el siglo XXI y surgen nuevas inquietudes, o las mismas, pero actualizadas. ¿Qué pasaría si, frente a un absurdo generalizado, creemos tener razón y estamos solos, pero además, de algún modo, fuimos nosotros mismos los artífices de ese absurdo generalizado? Eso es lo que se plantea en la película alemana Ha vuelto y en El momento Waldo, un episodio de la serie británica Black Mirror.

En estas dos historias contemporáneas ya no hay Partido, sino redes sociales. Ha vuelto imagina la aparición fantástica de Hitler en el presente. El Hitler que viaja desde el pasado conserva sus mañas y todo su potencial destructivo pero, en las calles de la Berlín de 2014, apenas pasa por un loco inofensivo del montón. Es Fabian Sawatzki, un periodista o editor de videos ignoto y casi acabado, cobarde y en busca de aceptación por parte de su jefe, quien rescata de la calle al Führer y lo lleva en camioneta por Alemania para filmarlo mientras el ex dictador va predicando su doctrina. 

Una de las cosas más divertidas de la película es ver cómo Hitler se aggiorna: aprende rápidamente a usar Google y comprende cómo es el pensamiento actual de muchos de sus compatriotas. Y comprende qué, claro, nada ha cambiado demasiado. Sawatzki, mientras tanto, renueva sus esperanzas como periodista, hasta que descubre, aterrado, que su caballito de batalla era en verdad el mismísimo Adolf Hitler.

En El momento Waldo, Jamie, el protagonista, también es un laburante de los medios. Tiene más éxito que Sawatzki, pero se siente igualmente frustrado e insatisfecho con su máxima creación, el dibujito animado Waldo. En uno de sus shows, un político conservador y de prolijo discurso se enfrenta discursivamente con Waldo. Y pierde, claro. Así es como Waldo termina por ser un candidato más en las elecciones. En la búsqueda por ser alguien, Jamie lleva al límite el potencial de su criatura hasta que ya es demasiado tarde. Como Sawatzki, Jamie se da cuenta de que ha creado un monstruo. 

Ambas ficciones también nos pintan el panorama complicado de dos de las democracias occidentales más “avanzadas” del mundo, un escenario en donde los dibujitos animados son políticos y donde las renovadas consignas hitlerianas no provocan mayor escándalo, y en algunos casos hasta vuelven a generar admiración.

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El desenlace de ambas historias es tan perturbador como inevitable: tanto Waldo como Hitler van alcanzando los objetivos que se proponen. Persuaden a sus audiencias. Mientras tanto, Sawatzki y Jamie, sus dos creadores, marchan hacia la maginalidad y la locura. Son dignos herederos de Winston.

1984, Ha vuelto y El momento Waldo parecen ser unánimes en esto: hay una lógica que es infinitamente más poderosa, infinitamente más persuasiva que la delgada voz de la conciencia que cada tanto nos sugiere que “2+2 siempre son 4”, una lógica con un rostro reconocible (el Gran Hermano, Hitler resucitado o Waldo), pero que en realidad es profundamente despersonalizada, un gigantesco aparato productor de sentidos que casi todos aceptan sin chistar. Una lógica que es la gran piedra en el zapato para cualquier discurso biempensante que pretenda tener una visión progresista de nuestra extraña especie.

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Finalmente, apunto un matiz entre los personajes. Winston, que es un personaje del siglo XX y no usa las redes, se ve explícitamente obligado a aceptar o a recrear la enorme ficción que lo aplasta. Si trabaja borrando archivos, es porque está obligado a trabajar para el Partido. Si se traga la lógica del Partido, es para no morir, para que no lo torturen más. Sawatzki y Jamie, en cambio, viven en democracias de países desarrollados, “modelos a seguir”. Sólo que se sienten frustrados, no son nadie, y entonces cada uno recrea su pequeña ficción, como quien está aburrido o angustiado, y se hace una cuenta de Instagram para sumar seguidores. Luego sobreviene la varita mágica, la marea aleatoria de los likes, las visualizaciones y los tweets. La ficción cobra vida propia. Y una vez que fue apuntalada, orgullosa de sí misma, se vuelve despiadada con sus progenitores. Una vez que se impone, andá a frenarla. 2+2 a veces son 5.

2 de noviembre de 2016

Buenos Aires, una ciudad que nunca existió

Eppur si muove
Galileo Galilei

Cada tanto me pasa que, caminando por Buenos Aires, de repente me viene una sensación como de que todo esto nunca pasó de verdad. Con todo esto me refiero exactamente a todo: los autos, las ventanitas casi medievales en las medianeras húmedas, los carriles de las avenidas, las tardecitas de enero en que la ciudad es un horno y, aunque las horas bajan, la temperatura no baja ni un grado, etcétera. Es una sensación, no llega a ser un pensamiento. Apenas cobra alguna forma, tal vez, en la básica pregunta filósofica por qué todo esto y no más bien nada, pero en seguida el protopensamiento se desvanece.

Puede pasarme en cualquier calle. Pero la sensación es más fácil de explicar con el caso de la Reserva Ecológica. Estando ahí, en ese mundillo primitivo, uno puede imaginar, por ejemplo, a los soldados ingleses haciéndose camino entre los yuyos durante las invasiones de 1806 y de 1807. Desde ahí, desde la naturaleza fundamental, uno puede contemplar los rascacielos de la ciudad y librarse a la tan trillada sensación de que el progreso es artificial, irreal: no ya la idea de progreso, sino el progreso mismo, en toda su materialidad de ventanas, carriles de avenidas y cemento recalentado de enero.


Pero no por trillada la sensación deja de presentarse. ¿Por qué existe todo esto?, esa es la cuestión. Si uno visita un pueblo o ciudad europea, en cambio, es fácil tener la sensación de que hace siete millones de años todo estaba igual que ahora (no sé qué pasa con las ciudades arrasadas por la guerra, como Berlín o Varsovia). Tal vez por eso es curioso saber qué sienten precisamente los europeos cuando llegan acá. 

Según cuentan, en su visita a Buenos Aires, el escritor francés André Malraux sentenció: “Buenos Aires es la capital de un imperio que nunca existió”. Siempre me impactó esa frase. El elogio y el sarcasmo a la vez. Pero Malraux llegó para el final de la historia, o con la historia ya empezada. Si nos remontamos a los orígenes, es verdad que nunca hubo imperio, pero tampoco hubo nunca ciudad: Buenos Aires es una ciudad que nunca existió.

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Es que reflexionemos: ¿qué fue Buenos Aires en sus inicios? Primero, un fuerte arrasado por el viento de algún malón. Siempre me imaginé ese fuerte como la primera casita del cuento "Los tres chanchitos", que era de paja, que el lobo feroz derriba simplemente soplando. Pedro de Mendoza fundó una ciudad en 1536 que después desapareció. Se esfumó como si nada. Es decir que la primera página de esta historia es la de un espejismo, la de una negación. En un principio Buenos Aires fue sólo una hipótesis inserta forzadamente en la niebla del inverosímil Mar Dulce.

Luego de su segunda fundación en 1580, durante los dos siglos siguientes, Buenos Aires fue apenas un puerto relegado a los confines del Virreinato del Perú.  Dos siglos es casi la mitad de su historia. Y como buen hijo que no se siente querido, buscó afirmarse en la transgresión. Y así se afirmó en el contrabando, a espaldas de la madre patria. Y la afirmación de sí mismo, a esa temprana edad, ¿no sería la formación de una identidad? (O su búsqueda, que es casi lo mismo).  

Pensemos en lo que los griegos o los romanos entendían por ciudad cuando planificaban una. En lo que los incas o los mayas entendían por ciudad cuando planificaban una. Y ahora pensemos en aquel lejano puerto contrabandista.

Según se cuenta, a fines del siglo XVIII, los españoles se percataron al fin de Buenos Aires. Cobraron verdadera conciencia del problema del contrabando, que perjudicaba sus intereses. Entonces había que poner alguien que controlara, un virrey. Y por eso, y parece que sólo por eso, le otorgaron un Virreinato, algo así como el reverso irónico del imperio del que hablaba Malraux. De todos modos, así fue como Buenos Aires empezó a ser poderosa.

Después la historia es larga y está hecha de guerras y divisiones y una cierta élite. Hubo casi una década en que incluso no hubo ni imperio para Buenos Aires ni tampoco prácticamente país (de 1852 a 1861, se declaró como estado semiindependiente). Así se iría ensamblando el hermoso y monstruoso híbrido en que vivimos, que se expresa, entre otras cosas, en los múltiples estilos arquitectónicos de la ciudad. Pero esto es seguramente otra cosa que una ciudad en el sentido de Malraux, que en definitiva, como no podía ser de otra manera, pecó de europeo: paseó por aquí los conceptos del Viejo Continente; habló nada menos que de ciudad y de imperio en la pampa argentina.

***

Pero puestos a pecar, pequemos. Es cierto que Buenos Aires, de a ratos o de a cuadras, parece París. O de a ratos, de a cuadras, parece Madrid o Manhattan. O Ciudad del Este. (Probablemente de tanto mínimo parecido viene, en parte al menos, nuestra obsesión por la comparación constante). A veces ni siquiera es una cuadra, sino una esquina, un edificio o el pedazo de un edificio. Pero el parecido, sea el que sea, sólo es de a ratos, de a cuadras o de a pedazos: de repente uno desemboca en una calle completamente distinta, y el escenario se deshace; despertamos del sueño. Es como si un lobo feroz viniera, una y otra vez, a incendiar el fuerte de paja levantado por Pedro de Mendoza. Allí es donde también sobreviene la irrealidad.

Y sobreviene la exageración que nos gusta tanto, tal como de hecho se encuentra en la frase de Malraux. Si Argentina es un imperio (aunque inexistente), los barrios de su gran capital bien pueden ser repúblicas (de La Boca, de Mataderos, de San Telmo...). Como nos anda faltando la densidad de lo real, todo se exagera.



***

Para terminar, no quiero dejar pasar unos famosos versos del joven Borges que vendrían a contradecir todo lo aquí expuesto:

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

Cuesta entender que haya empezado todo esto, sí. Tal vez porque cuesta encontrarle principio y fin a lo que parece irreal. Pero lo cierto es que Buenos Aires empezó, y que continúa, y que el contrabando es menos eterno que el agua y el aire, pero igual de real. Tal vez Borges, a puro fervor y enamoramiento, no hizo más que disimular aquel origen, con la mayor elegancia posible.

O tal vez lo más correcto sea decir, como habría dicho aquel astrónomo ante la Inquisición: está bien, Buenos Aires es una ciudad que nunca existió, y sin embargo se mueve. 


15 de octubre de 2016

Cuatro veces cielo - @lacallejuelasinfin

Instagram @jpp_888

Me habían puesto en la habitación 669, con vista al patio interno. "Todas dan al patio interno", me había aclarado el conserje en la recepción, cuando me dijo que podía elegir qué habitación prefería. Dejé mi maletín sobre la cama y me asomé a mi ventana. Contemplando el patio interno, imaginé al arquitecto que había ideado semejante construcción. Después miré el cielo y sus nubes casi cuadriculadas. No era un paisaje muy distinto: imaginé al arquitecto que había ideado semejante construcción. Intuí que en esas nubes vivirían seres para los que el cielo seríamos nosotros, y que verían desfilar, por ese cielo, ventanas como las nuestras. Admirarían nuestras ventanas y les inventarían formas. Entendí que las nubes nos resultan bellas sólo porque no están fijas. Hubo un olor a primavera, y me asombré de la existencia de ese olor en esos mundos de ventanas. Después hubo más abajo un ruido, a ventana que se abre para afuera y de golpe, como el tic nervioso de una flor.

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Algunos se quedaban. "Yo sufro más", anunciaban, orgullosos, casi hábiles, golpeándose el pecho. Otros, más moderados, más escépticos, no se anotaban en esa competición de reglas extrañas. Salían a la esquina de sol. Y ahí el único límite, la única regla era la sombra que estaba a la vuelta. 

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¿Qué hay detrás de las ventanas? Los arquitectos las crearon para poder mirar hacia afuera, pero no se habrán dado cuenta (o sí) de que a la vez estaban creando algo más retorcido, la indiscreción, o sea, poder mirar hacia adentro. Algo parecido ocurre con nuestra aptitud para la psicología, ese extraño momento en que los dioses de la naturaleza se retiran y lo interior ocupa el protagonismo. Y poco es lo que pueden evitar, en cada caso, la cortina o el velo de la conciencia, al margen de que para colmo generan el efecto no deseado: el aumento de la indiscreción.

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En la ventanilla con hollín de un bondi que pasó, vimos nuestro reflejo. Y se fue rugiendo hacia la policromía, la fantasmagoría de la ciudad. A veces es la ciudad saturada. Y esas veces ocurre. Como una hipótesis, como una distracción de nuestros pies, aparece una luz improbable. Si los pies están cansados, esa luz brilla más. Si es un sol o qué, si es que sube o baja detrás de la calle, eso es algo que no podríamos comprender. 

8 de junio de 2016

Sobre el tango



Siempre me llamó la atención esa frase que dice que el tango te espera y su otra versión: el tango te llega después de los cuarenta. Más que llamarme la atención, siempre me incomodó y la miré (escuché) con recelo, como protegiéndome; aunque a la vez dándole la importancia que se le da a un adversario despreciable pero prestigioso.

Seguramente es verdad la frase, pero no veo en eso tanto mérito. Tiene algo de amenaza que no me gusta, como si una estereotipada voz tanguera dijera: “Daaale nomás, pibe. Seguí viviendo tus primaveras que total, el tango te espera”. Con versito y todo. Podría ser el remate de una canción de Julio Sosa. Como quien dice, con total verdad: “Que total, te vas a morir”. Con total verdad, pero no sé si razón.

El tango siempre me gustó. Cuando era chico, me acuerdo de que los domingos iba a Capital en auto con mi familia, al cine a ver algo de Disney, a Mc Donald's, al shopping o a esas cosas que hacían las familias en los noventa, y que siguen haciendo, mal que le pese a la década ganada. Cuando cruzábamos el puente Pueyrredón y entrábamos en la gran urbe, la sensación era aplastante: un poco a la manera de los Simpsons cuando llegan también en auto a “ciudad capital” y se maravillan por las luces de neón y los altos edificios. Y a la vuelta, claro, la cosa se ponía tanguera. Flotaba en el aire del auto esa cosa triste de mañana es lunes. Cruzando el puente, me lo imaginaba a Gardel en el atardecer, sentado conmigo y con mi hermana en la parte de atrás del auto: la ñata contra el vidrio, mirando el Riachuelo y cantando, o más bien susurrando: Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver…

***

No me gusta del tango su misoginia, ni tampoco su fatalismo autocomplaciente, excesivo y cómodo. Muchas veces pensé (quizá para convencerme de que estaba madurando) que el tango era una bella queja de un señor de 60 años que se salteó convenientemente la adultez. Se hizo el dolobu, y ahora sufre mucho. Misoginia, fatalismo. El tango también es eso, mal que nos pese. ¿Pero sería justo pedirle a un género musical otra cosa que no sea reflejar la cultura que lo crea?

Es que no puedo pensar en otra ciudad o cultura tan identificada a un género musical como la nuestra. ¿Lisboa y el fado? ¿París y Edith Piaf? No sé, escucho ofertas. Incluso Montevideo, la otra capital tanguera, tiene el candombe, que le pelea el papel protagónico al tango y creo que le gana.

Acá se escuchan mil tipos de música. Pero hay algo que, pese al paso del tiempo, une íntimamente a esta ciudad con el tango. Se lo sigue viendo en la gente, aunque escuche hip hop o lo que sea. Se lo ve en una oscura persistencia del machismo (en hombres y en mujeres). O en la añoranza del pasado, o en las ganas de vivir afuera, sólo para después poder cantar con fatalismo autocomplaciente, como en este tango:

Tirao por la vida de errante bohemio
estoy, Buenos Aires, anclao en París.

Como si el bohemio desterrado que cómodamente ve la nieve parisina tras la ventana no pudiera hacer el intento de juntar unos mangos y volver. Y luego exclama y lamenta con visible histeria, como quien deja a la novia y después vuelve para acosarla con mensajitos de WhatsApp desconcertantes:

Lejano Buenos Aires, ¡qué lindo que has de estar!
Ya van para diez años que me viste zarpar.

***

Pero no quiero ser tan criticón. Me pasan otras cosas también: ya de grande, la otra noche, también en un auto, esta vez en un taxi. También era domingo. Íbamos con mi novia atravesando las nocturnas calles de la fría Buenos Aires de estos días, y el taxista escuchaba la 2x4, la famosa radio de tango (ignoro si hay otras). Habían puesto un tema de Piazzolla. La música se desplegaba no por el interior del coche, sino por la noche porteña a través de las calles de Almagro y Caballito, y tuve la sensación de que el tango era eso, la ciudad misma. El tango era lo que iba creando las calles a su paso, o lo que iba creciendo con las calles a su paso: avenidas anchas e infinitas, calles con semáforos y callecitas empedradas cuajaban todas perfectamente en la red sonora que tejía la radio.

Y exagerando las condiciones climáticas, pero no la sensación, me acordé del final de un tango que compuso Kevin Johansen sobre la nieve que cayó en 2007:

Nieva en Buenos Aires,
y por un momento
corre un sentimiento, amo esta ciudad.

3 de junio de 2016

La callejuela sin fin


¿Qué es Buenos Aires? La mejor manera que encuentro para hablar sobre la ciudad es hablar un poco sobre mí mismo. La ciudad es infinita. La infancia también. Y la ciudad es la infancia. Y yo soy de Zona Sur. Eso significa que a Buenos Aires siempre le dije Capital. En mi infancia, entonces, Buenos Aires empezó por ser Capital a secas. Y de chico, para mí Capital siempre era la avenida Callao, y también las pizzerías de Corrientes y el Obelisco. Pero sobre todo Callao. Toda imaginación de niño es arbitraria, es el colmo de lo subjetivo. A mis diez años, ir a Capital se reducía a andar en auto por esa anchísima avenida de infinitos carriles y edificios seguidos, uno al lado del otro. Luego era meterse en algún cine, y después otra vez era la avenida y, cuando quería acordarme, ya estaba de nuevo volviendo, cruzando el Riachuelo.

Ya de más grande, siguieron las excursiones. A los 14 años, me rateé del colegio con mi hermana y con su novio, que era compañero mío. En medio de la súbita libertad, ¿cómo no iba a proponerles ir hasta el Obelisco? La libertad era eso: ir al Obelisco. No fuimos a una plaza o a un shopping. 

Tomamos el Roca en la hora pico; era junio de 2001 y hacía frío. Viajamos aplastados en ese tren y luego en el subte línea C, y al salir también nos aplastó ver al gigante, como dice la canción. Como si la libertad, en la adolescencia, no consistiera en sentirse grandes, sino ínfimos, minúsculos. Otros prueban con ver el mar o el cielo despejado a la noche; a mí se me ocurrió ir hasta Corrientes y 9 de julio.

***

A veces creo que mis grandes revelaciones sólo se produjeron en la infancia. Más tarde, cuanto mucho, me ocurrieron sus respectivas revalidaciones. Como querían los platónicos, en esos casos, ver no es más que recordar. O también escuchar: fue de grande, ya lejos de la infancia, que escuché por primera vez que la luna va rodando por Callao, en el famoso tango de Piazzolla-Ferrer. ¿No era yo mismo quien rodaba por esa avenida de chico? La imagen es poética, claro, pero nunca me pareció exagerada. ¿Cómo no iba a caber el satélite de la Tierra en aquella avenida de los infinitos carriles y edificios seguidos?

***

Al que me preguntara qué es Buenos Aires, o cómo conocerla, probablemente le sugeriría que, al atardecer o de noche, hiciera el siguiente trayecto en L: desde Corrientes al 1000 (Obelisco) hasta Callao, y allí doblar en el sentido del tránsito, es decir, hacia la Recoleta. El paseante obtendría allí una buena muestra gratis del esplendor y la nostalgia de una ciudad que aprendió a ser absoluta.

***

¿Qué será Buenos Aires? Borges se hace la misma pregunta en su poema titulado precisamente “Buenos Aires”. Tal vez la pregunta sea una porquería (sabrá perdonarme Borges); tal vez sea una trampa filosófica, artera. Cualquier respuesta es válida: incluso decir todo. Se trata simplemente de intentar aproximaciones, pinceladas. En este sentido, la literatura nos ayuda. En su poema ya mencionado, Borges enumera muchas respuestas posibles y, entre ellas, hay una extraña definición de su ciudad natal, tal vez la más certera:

Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca.

De eso se trata: la ciudad que no se acaba nunca. Uno siente algo por el estilo caminando por una ciudad que siempre tiene una nueva esquina que ofrecer, una nueva callecita, un nuevo café, hasta incluso un nuevo barrio.

Raúl González Tuñón fue otro poeta nacido en Buenos Aires. Hay un gran poema suyo que no elige titular “Buenos Aires”, sino “Lluvia”, pero en el que sin embargo se le escapa este verso bien porteño:

(…) subiendo siempre la callejuela sin fin de una pasión irremediable.

La callejuela sin fin. La calle que no se acaba nunca. O la avenida. ¿La avenida Callao, tal vez? Yo no lo sé. Habría que preguntarle a la luna, el día o la noche en que deje de rodar.


2 de junio de 2016

Forgot your password?


Cuando despertó esa mañana, no sabía quién era. Es decir: sabía —seguía sabiendo— que vivía en esa ciudad, que trabajaba de tal cosa y que tenía tal o cual plato o hobbie favorito. Pero no se acordaba de su nombre.

Fue al baño. Al mirarse en el espejo, se reconoció. Seguía conociendo cada detalle de su vida y seguía reteniendo cada recuerdo, pero el lugar de su nombre estaba vacío. Era algo así como despertarse y no recordar cómo destrabar el celular. Una pequeña falla en lo mecánico, en lo esencial.

Claro que entonces fue corriendo a buscar su DNI. Pero en el lugar en que debía estar su nombre, vio una mancha. Pestañeó mil veces en vano, se frotó los ojos. Su nombre estaba pixelado.

¿Cómo no recordaríamos nuestro propio nombre? Parece extraño, pero tal vez no es difícil que suceda. Tal vez sea como quien no recuerda la contraseña de su computadora. ¿En qué lugar de nuestra memoria retenemos nuestro nombre? Ni siquiera sabemos cómo fue que lo aprendimos. 

Hay cosas que nuestra mente delega, por ejemplo, en nuestras manos. Nosotros no sabemos la contraseña de nuestra compu, la saben nuestras manos. Ni siquiera nuestras manos: nuestros dedos. Dejamos que ellos laburen por nosotros. 

Con el olvido de nuestro password, lo primero es desesperarse e intentar ingresarlo mil veces, en vano. Bueno, depende de la configuración. Puede ser tres o cuatro veces, hasta que la computadora termina bloqueándose. Lo mismo podría pasar con nuestra memoria. Es como sucede con cualquier palabra que tenemos en la punta de la lengua, que cuanto más la pensamos, más se nos escapa. Creíamos conocerla y ahora simplemente no está. Bueno, imaginemos lo mismo pero con el propio nombre. O con el nombre de este tipo que se despertó y ya no lo recordaba.

Primero se desesperó, claro. Pero volvamos a pensar en la pantalla de la compu bloqueada. Detrás de eso, detrás de lo negro de nuestra pantalla, está todo lo que teníamos que hacer ese día: los mails urgentes, las tareas laborales. También todo lo demás: Facebook, los portales de noticias, Google; esa realidad de la que nos ausentamos de a ratos, por ejemplo, a la noche cuando dormimos. Como el personaje de Kafka, nos quedamos ante la ley (afuera). Y ya no es necesario el guardián. Todo ese mundo, sin la contraseña a mano, queda detrás de lo negro. 

¿Qué pasa cuando uno se queda afuera de lo virtual? Luego de la desesperación, quizá, en una de esas, sobreviene un desprendimiento. Uno simplemente se levanta de la silla, se rasca un poco la cabeza, agarra las llaves y sale a la calle. Impotente. Perdido. Como liberado.

***

El tipo sin nombre entonces salió a la calle y le pareció más ancha, o más profunda, o más leve. Sintió que podía decirle cualquier cosa a cualquier persona, y que estaría bien, o que no pasaría nada malo. Sabía que era absurdo, pero se sintió impune, como en un sueño dirigido y consciente. Era todo igual, todo, pero el nombre de pila, la contraseña de lo real, estaba faltando: Forgot your password?

Podría haber dado rienda suelta a sus fantasías ahora que no tenía nombre, pero no hizo nada raro en la calle. Eso sí, podría haber ido a trabajar; no es que se hubiese despertado convertido en cucaracha. Pero ahora un extraño pudor lo retuvo en la calle, un pudor que sólo podría darte el no saber cómo te llamás.

Siguió paseando. Tal vez, despejando la mente, el nombre sobrevendría de golpe, como cuando nos olvidamos una palabra cualquiera y después aparece sin que se la llame. O tal vez no. De todos modos, este tipo, ahora que no tenía nombre, no tenía mucho para hacer. 

En eso estaba cuando su celular sonó. Y habló una voz caribeña:

—Buenos días, ¿el señor Sebastián? Nos comunicamos de Personal. Queríamos comunicarle que ya puede ir a retirar el equipo.
—¿El equipo?
—Sí, ya puede retirarlo. Servicio técnico ha solucionado el desperfecto. El señor Sebastián nos ha dejado este número alternativo para contactarlo. ¿No es usted el señor Sebastián?

Sabía que el 99,9% de su memoria no fallaba. No tenía ningún celular reparado que ir a retirar. Pero tampoco tenía un nombre. Y ahí estaban ofreciéndole uno.

Sintió como si desde un gigantesco call center escondido en algún lugar remoto del norte de Sudamérica, una selva quizás, solidarios comandos revolucionarios hubiesen tomado nota de su problema y se hubiesen puesto manos a la obra. Cedió a la fantasía. Esa lejanía lo animó. Cualquier posibilidad de recibir un posterior reclamo quedaba lejos, era tan improbable como aquellos altruistas Comandos Revolucionarios Contra el Olvido. 

—Ah, sí, soy yo, ¡disculpame! No te oía bien. Decime.

Ahora tenía una misión. La voz revolucionaria le dio la dirección a la que tenía que ir. No pudo anotarla porque estaba en la calle, pero no fue necesario. Pudo retenerla en la memoria con facilidad. 

20 de mayo de 2016

Territorio

La primera persona a la que le pregunté fue a un viejo, uno de esos que siempre tienen las manos engrasadas y usan musculosa en los veranos, metida dentro del pantalón. Yo conocía algo de su idioma por mi viejo y por mi abuelo, oriundos de por ahí. Recuerdo el tupido bigote del hombre, que seguía en forma de barba dispersa por los cachetes, y que contrastaba con su avanzada calvicie.

“No sé”, me respondió, parando de barrer y secándose el sudor de la frente con un antebrazo. Tenía los hombros rojos por el sol mediterráneo. “Hace mucho que nadie pide ir para ahí”.

—¿Pero cómo? ¿Usted es de aquí y no sabe cómo llegar hasta allá?
—No sé. Nunca lo supe.

Después seguí preguntando a otras personas, pero algo de ese viejo me quedó dando vueltas. Desde el principio me inquietó, impresión que terminé de redondear al oír su última frase: “Nunca lo supe”. ¿Qué era esa forma de responder? Si a uno le preguntan la manera de llegar a cualquier lugar, responde que no sabe y punto: no sé, disculpe. Así me respondieron los que me encontré después, sentados en los bancos de la plaza o en la poca sombra de cualquier umbral. ¿Por qué el viejo sintió la necesidad de usar esa expresión que abarcaba exactamente toda su vida? (Es que estaba claro que ese viejo era de ahí: los viejos en musculosa son siempre del lugar donde uno los encuentra, o tal vez han venido allí de muy chicos y entonces es lo mismo, o casi). 

Nunca lo supe. Yo creo que en esa manera de responder había un arrepentimiento, o una simple tristeza. Casi como quien dice "Nunca vi el mar". Lo quisiese o no, la frase de ese viejo transpirado se me quedó pegoteada entre los dedos. Más que nunca quería llegar a mi destino.

¿Pero cómo? Si nadie sabía cómo llegar. Empecé a pensar si era necesario cumplir fuese como fuese con los objetivos de mi viaje. ¿Y qué destino? La ciudad existía, claro. Yo guardaba una foto que mi abuelo había sacado ahí, y además la gente de ese pueblo, aunque ignoraba el camino, no me negaba la existencia del lugar. Lo daban por hecho; el problema era que no tenían respuesta. ¿Y qué clase de destino es ese cuya ruta nadie conoce? Un destino sin camino no sé si es tal cosa. ¿No pasa a ser una cosa difusa, una flor cortada, un consuelo tonto? Algo así como el deseo de un banquete o de un amanecer que surge en quien está preso y a punto de ser ejecutado.

Sin embargo, era demasiado tarde para andarme con planteos existenciales. Había llegado hasta ahí y, si volvía, iba a sentirme triste. Además me moría de calor y lo primero era encontrar agua. Seguiría entonces la búsqueda. Había entre la ciudad y mi situación de entonces una nube espesa. Ahí mismo, en la situación, yo construiría un mapa, o sea, un territorio. Y ya no importaría la ciudad. 

A los nuevos viajeros perdidos que también buscasen la bendita ciudad, los viejos en musculosa les dirían que no sabían dónde quedaba, pero que en cambio conocían un territorio. “No sé”, diría el viejo parando de barrer, manos grises, molesto por el sol del mediodía. “Nunca lo supe. Pero en cambio, sé de un territorio al que podés ir. Yo cada tanto voy”.

Y así el viejo de mi historia estaría mejor. 

26 de abril de 2016

Y resulta que la bohemia era un trabajo


En algunos pasajes de París era una fiesta, Hemingway nos toma el pelo. Por ejemplo, cuando narra la rutina de una típica mañana suya de su vida en París. Allí describe cómo se levanta temprano en las mañanas de primavera y se pone a escribir, mientras escucha o ve al cabrero tocar la flauta y andar con sus cabras por la calle (estamos en los años 20) y a su vecina bajar al encuentro del buen hombre con un jarro. Su mujer aún duerme plácidamente. No nos cuesta imaginárnoslo respirando hondo el fresco aire matinal y poniéndose manos a la obra, inspirado. Para colmo está en París. La escena es idílica y contrasta enormemente (pero le creemos) con el infierno que había sido Europa unos años atrás.

Mientras la ciudad se despierta y las cosas suceden (el cabrero, la vecina, su mujer... "la vida misma", se diría), Hemingway escribe. Y eso es lo que en realidad nos cuenta: que escribe. Esa es su astucia, su estafa literaria. Se explaya narrándonos que escribe, ¿y lo importante acaso no sería lo que escribe? ¿Los cuentos o la novela que tiene entre manos en esa época? No parece. Su prepotencia de trabajo demuestra que no. Hemingway le saca así un doble rédito a su actividad, ya que después también va a escribir sobre eso. Opera así como tantos que narran las vicisitudes de su escritura, pero lo que en otros escritores es reflexión tortuosa y metaliteratura, en Hemingway es anécdota, brillo propio, vida. Al escribir sobre el escribir, se convierte en una especie de escritor inversionista de éxito, en alguien que hace rendir al máximo su inversión de tiempo e ingenio. Al fin y al cabo, era norteamericano. 

Hemingway le llama trabajo al acto de la escritura. No dice, como otros escritores, mi obra o mi literatura. Dice mi trabajo. Un escritor que produce. 

***

Por otro lado, Hemingway también nos toma el pelo con el tono general de ese libro, que nos habla de tardes apacibles, ligereza y dormir de noche con las ventanas abiertas de par en par, todo eso en una ciudad donde llueve la mitad de los días y más de la mitad del año es invierno. Pero poco importa si de lo que se trata es de sentirnos seducidos como lectores. Leemos a Hemingway y sus aventuras autobiográficas, y nos respondemos en silencio una pregunta que nunca se nos formuló: “Claro, Ernest, te sigo adonde sea”. 

Es que Hemingway atrapa hasta con su apellido, en rigor su última sílaba, que en inglés significa “dirección”, “camino”. Su libro es una autopista bien iluminada y señalizada. En su ensayo-conferencia París no se acaba nunca, Enrique Vila-Matas capta este tipo de astucias del escritor norteamericano, y con conocimiento de causa, porque él vivió en carne propia la seducción. Ya de grande, el catalán nos cuenta que de pibe leyó a Hemingway y entonces también se fue a vivir a París, que él también quiso ser joven y ser Hemingway, y largarse al hábito de la escritura en una humilde buhardilla de la capital francesa. 

Como el despistado Gil Pender en Midnight in Paris, Vila-Matas va a buscar la inspiración a la Ciudad Luz. Sin embargo, todo le sale simétricamente mal con respecto a París era una fiesta. La autopista se convierte en una sórdida callejuela parisina. Lo que en Hemingway es humilde, en Vila-Matas es miserable. Lo que en el joven Ernest es un inconveniente de la vida cotidiana, en el joven Enrique es desesperación existencial. En su estadía en la buhardilla de la casa de Marguerite Duras, no siente que está escribiendo nada bueno, no entiende los consejos literarios de la dueña de casa, no tiene éxito con las mujeres. Y se caga de frío, como corresponde. 

Vila-Matas se construye así como el anti-Hemingway. Pero de todos modos se construye. Y en esto es tan astuto como su colega norteamericano: narra sus desventuras como escritor y entonces también escribe dos veces. Hace lo más básico del mundo: narrarse a sí mismo. Y uno puede pensar que no hay en esto monotonía ni pereza creativa. Hay una especie de autoafirmación atrapa-lectores, un honesto despliegue de sí mismo que ya no es posible evitar. Uno se deja llevar. Una autopista bien iluminada, de nuevo.

Fabián Casas, un escritor que dice no tener imaginación, cuenta que Heidegger decía: “Ser original es querer”. Y uno podría pensar entonces que ser original es escribir. O trabajar.

15 de abril de 2016

Pequeñas historias de viejos fantásticos


I. Quedate tranquilo, nene

Termina mi sesión de kinesiología y, antes de salir del consultorio, la secretaria me da las llaves del edificio para abrir abajo: “Y le das las llaves al paciente que está esperando para subir”. 

Obedezco y me dispongo a tomar el ascensor, pero no estoy solo. Dos señoras también salen del departamento y van a viajar conmigo. El ascensor llega. Tras comprender que cabemos los tres en un ascensor, una de ellas comenta, sin mucho sentido:

—Qué bueno. Todo armadito.

Le sonrío (o sonrío en general) y dejo pasar a ambas primero. Aprieto planta baja. Pero algo sucede. El ascensor llega a destino y sigue bajando. No se detiene. Miro a las señoras: no dicen nada. Empiezo a incomodarme y empieza a hacer frío. Seguimos bajando durante segundos, o minutos, qué se yo. Las señoras van abrigadas y huelen a naftalina. Finalmente, al percibir mi incomodidad, una de las señoras me hace un comentario, liberando su mal aliento como mil perros de caza que se avalanzaran sobre mí:

—Las cuerdas las corté yo. Pero quedate tranquilo, nene. Al fondo no vamos a llegar nunca.


II. Feliz cumple, abu

Estamos cenando en un buen bodegón. Como una amiga se va del país, el mozo le trae de postre un flan con una velita a modo de cortesía de la casa. En la mesa de al lado, un señor mayor es testigo de la situación, y le pregunta:

—¿Es tu cumpleaños? 
—No, me voy del país.
—Ah… Porque hoy es mi cumpleaños.

Entonces el pedido es unánime: el mozo tiene que traerle un flan con velita al viejo también, y al cabo de unos minutos, buena parte del restaurante está cantándole el feliz cumpleaños. El señor está contento, sonríe mirando la velita. Sus dos amigas, o familiares, aplauden, y yo aprovecho para sacarle una foto. Es un niño-viejo, un pibito arrugado que ya ha hecho todo el recorrido y es como si volviera al comienzo. Mira su improvisada torta de cumpleaños y sonríe.

Cuando llego a mi casa, tengo una idea loca: subir la foto del señor a mi Facebook. Y con un epígrafe que me causa gracia:

“Feliz cumple, abu”

Lo hago y, al cabo de un rato, recibo bastantes likes. Una amiga me chatea por inbox y me pregunta: “Es tu abuelo Ale? Pensaba que tus abuelos habían fallecido!”.

A la tarde siguiente, es otro de esos días en que Buenos Aires parece una bola húmeda y gris, un monstruo nublado que se mueve con lentitud por el cosmos. Hace como una semana que no vemos el sol, y yo estoy en mi departamento cuando me tocan el timbre. Pregunto y no contesta nadie. Sin saber bien por qué, abro.  Es el viejo.

No nos decimos nada, pero comprendemos. Tomo un abrigo y bajamos en el ascensor. Caminamos unas cuadras hasta el parque desierto, y nos sentamos en un banco. Le invito unas garrapiñadas y comemos en silencio. De repente lo miro de perfil y está concentrado, mirando a un nene que, a pesar del mal clima, se hamaca con entusiasmo. 

Apoyo mi mano sobre su hombro. Le digo: “Abu”, pero no contesta. Mi abuelo sigue con la mirada fija en el nene, pero perdida. Sus ojos también son parte de la garúa. 

10 de mayo de 2015

Frío de otoño


[Continuación de "Lluvia de otoño"]

El momento en que se despierta, cinco minutos antes de que suene el despertador, siente frío por primera vez. Son los primeros días de mayo, y le sucede en el hombro izquierdo. Claro que “por primera vez” es un decir, pero es que el verano en la ciudad fue infinito. Se trata de un frío nada imperial, nada arrasador como lo fue antes el calor de enero. El verano fue un ejército. Y este frío es una guerrilla. Es un frio localizado, inaugural, y se apodera del hombro que quedó al descubierto durante la noche. Es apenas embrionario, pero alcanza para despertarlo. La dignidad de este frío es que logra objetivos.

Además la cama se calienta más lentamente desde que ella no duerme ahí. Lo descubre sin nostalgia, sin pompa, como haciendo meteorología casera. Incluso hubo espacios del colchón que permanecieron fríos toda la noche: es un dato, una novedad. Lo supo su pierna exploradora y se lo comunicó. Todo esto lo va a obligar, piensa, a dormir este invierno con pantalones, o con calefacción.

¿Así es la tragicomedia de los hombres separados? ¿Cuántos rituales de este tipo deberá celebrar? Se siente en una canción de Iván Noble. Aquí viene un ritual más: se acerca al casi ventanal y bostezando, sin ponerse los pantalones, sin ponerse los anteojos, abre los pestillos y entra la luz. O el frío. El gato duerme sobre el sillón; inhala y exhala como si al sillón le hubiera salido un chichón peludo y exagerado. Lo ve y lo acaricia. Pero la hipermetropía de sus ojos le hace creer en la realidad del chichón.

Por la ventana, al mando de una luz dócil, a expensas de esa luz, entra el primer aire frío. La luz es su excusa, su pasaporte. Meses esperó ahí afuera, seguro de su victoria final. Y la luz es una luz ya de mayo. Acaricia: esa es su dignidad. Tal vez, la mejor dignidad que pueda tener una luz.

Al respirar el aire nuevo, hay algo en ese aire que le hace pensar que la respuesta a su mensaje no va a llegarle nunca. ¿Es el frío o la luz? De repente decide, como si esa decisión fuera a cambiarle la vida, no ponerse los anteojos. Recorre el living. Se pone nervioso porque descubre que no puede hacer nada. No puede usar la computadora, leer, escribir en el celular. Apenas podría cocinar. Le alcanza para ir a calentar el agua para el mate en la cocina.

Sólo puede ver de lejos, por la ventana. Lo inmediato no lo distrae, pero se distrae en la forma de una nube blanca. La realidad está hecha de dos mitades, pero una tapa a la otra. Lo lejos y lo cerca. La luz y el frio. El gato y el chichón. El amor y esto. One train may hide another, leyó una vez en un poema. Dice el poema que ese es el aviso para los peatones en un cruce de vías en Kenia. La bendita precaución de tener todo en cuenta. Ver sólo un aspecto es morir aplastado, o vivir aplastado, por un tren o por lo que sea.

Nunca se sabe si es el frío o la luz lo que entra por la ventana. Él amaga con ir a buscar los anteojos. El gato se despierta y lo mira desde el sillón, como queriendo decirle algo. Mientras tanto, en la cocina, hierve la pava que no tenía que hervir.


17 de abril de 2015

Lluvia de otoño


[Continuación de "Luz de otoño"]

Sopla mucho el viento en abril. Hace por lo menos dos o tres noches que viene soplando así, prometiendo una lluvia que no llega. Pero esta noche es distinta, esta noche sí, claro que va a llover. Por eso agarra una botella de vino y una copa, saca la reposera al patio, se sienta y espera.

Hace ya varios días que está viviendo en la casa de sus padres, en un barrio hacia el sur de la ciudad. Se puso contenta al reencontrarse con su perro Giles. Se divirtió al repasar la biblioteca que había dejado allí congelada, unos diez años atrás, antes de mudarse con él. Era como viajar en el tiempo: Nietzsche, Kafka, Sartre, Cortázar, Galeano. Tomó un libro del uruguayo: abrió una página con una frase subrayada con birome por él.

Ahora el color del cielo del patio abandona los matices y se va poniendo monótono, gris rosado. Él tenía la costumbre de subrayar los libros de ella con birome azul, tal vez un poco para provocarla, o tal vez para generar un vínculo, una ilusión de duración. La birome no se borra fácil. Pero eso fue hace mucho. Ahora ella pone un viejo recital de Soda Stereo y espera la lluvia.

—¡Giles, vení!

Giles. Cuando era cachorro, a su viejo perro le había puesto “Giles”. La etimología tenía que ver con Gilles Deleuze, el de los rizomas oscuros y bonitos. Pero ella insistía en el hecho de que era un nombre en plural, "Giles", y le gustaba exagerar, a lo argentino, la fonética de la “g”. Era extraño, claro, llamar a un ser vivo en plural. Ella decía que era su modesta y canina lucha contra la ilusión de la identidad.

Oh, mi corazón se vuelve delator
traicionándome


Cada vez más viento. Se acuerda de la última pelea. Ella suele hablar dormida, se le escapan las palabras. Una vez reveló un nombre, y esa vez él no dormía y escuchó.

Ese recuerdo la pincha: se tiene que parar, moverse un poco. “¡Oh, mi colchón se vuelve delator!”. Está borracha, se ríe y le canta al cielo de abril. Pero parada, siente el mareo. Se sienta de nuevo en la reposera. Acaricia al viejo Giles y, como puede, escribe por Whatsapp:

—Está por llover acá. Me estoy separando.

El uso del gerundio deja pensando al destinatario, que es precisamente el dueño de aquel nombre. ¿Separarse es un proceso? ¿No era un simple punto en el espacio-tiempo? Es como los que dicen “Me estoy muriendo”. Imagina dos ravioles rebeldes, que hay que ir separando de a poco. Imagina, o recuerda, ese proceso de reproducción celular que le hacían dibujar en la secundaria. Cree que se llamaba “mitosis”.

Rizomas, mitosis. Volvemos entonces a ella. El vino tinto la dispersa y, acariciando a Giles, piensa en los rizomas y en la importancia ridícula e innegable que tiene la biología, pero de repente la interrumpe un nuevo mensaje. No es el anterior destinatario de nombre trágico, que sigue pensando en la extraña frase, sino la otra parte de aquel proceso biológico de la secundaria:

—Creo que nunca me voy a olvidar del todo de vos. No me respondas, pero quería que lo supieras.

Ella se queda mirando fijo la pantalla del celular, hasta que empieza a mojársele. Al fin empieza a llover. Entonces pliega la reposera y, como puede, se vuelve a meter en la casa. En el apuro por no empaparse, olvida la botella de vino afuera. De todos modos, está casi vacía.

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