31 de agosto de 2012

On ne tue point les idées


Esta idea, como suele pasarme con ellas, se me presentó sugerente, casi imperativa. La vi, me vio, y entonces me lo dijo: "Escribime". Hice lo que pude por resistirme, y esta vez lo logré: pasé de largo. Pero otras veces, demasiadas para mi gusto, la idea me conquista, y me convierte en un autómata que tipea y tipea para ella. El resultado es que escribo sin pensar y, cuando termino, la idea ya no está más. No la encuentro en lo que escribí y su mirada sugerente ya no está ahí, necesitándome. Y al final, atontado, nunca entiendo si es que la traicioné o me traicionó.

Uno o dos meses después, las ideas suelen volver. Reaparecen ya sin el brillo y el encanto irresistible de antes, pero esta vez más sinceras y despojadas, como si hubieran pasado una temporada en una playa fresca, mirando fijo el mar. 

Esta idea me volvió recién, menos salvaje, y la compré. Más o menos me hace pensar esto: que, para algunos, la belleza puede ser la infancia. Hablo de belleza en términos arquetípicos. Cada vez que reconocemos algo bello, no hacemos más que encontrar una sensación que tuvimos de chicos. Un chico, al ver una cosa la ve por primera vez. Y si esa sensación es feliz, se forma entonces un modelo permanente, y que jamás doblegará, acerca de lo que para él constituye una perfección. Puede pasar con el mar, un peinado cercano, el sonido de la lluvia, cualquier felicidad posible. El primer encuentro con un cuento o con una canción, que para un viejo ya resulta inofensivo, para un chico puede ser el comienzo y el fin último de sus búsquedas.