26 de diciembre de 2012

Hermanos

En una estancia en las afueras de la ciudad, los dos hombres se sientan en dos banquetas y respiran la luz anaranjada de una tarde transparente. Saben que ahí estarán seguros al menos por un tiempo; ya tocará volver a subirse a los caballos y huir. El sol es todavía de noviembre: no calcina, abraza. Hace una hora se están pasando el mate, sin hablar, bajo la sombra de una parra cómplice. ¿Hace cuánto que se subieron al caballo, para no bajarse nunca más? Se preguntan en silencio cuándo habrá sido la última vez que disfrutaron de una paz así. Uno de ellos piensa vagamente en el parco rasgueo de una guitarra: es él mismo, diez o cien años atrás, acurrucado en el rincón de una tapera ya imposible. En las arrugas de la frente se les dibujan caminos parecidos a los que vienen secuestrándoles la calma perdida. Anduvieron juntos y separados; pelearon en el mismo bando y hasta alguna vez, suponen, el azar los enfrentó. ¿Cómo saberlo con certeza -y para qué-? Atrapados en una sola monotonía, en un único gesto, lucharon una vez contra el color rojo y luego a favor de este. Hoy ya no pelean, o sí: la pelea consiste en escapar. No andan: disparan. Llegaron a una vejez en que, por las mañanas, el resplandor del horizonte les asusta. Son hijos de un estruendo, de un mismo alarido. Ese fatalismo borgeano los hermana. Y en aquella tarde repleta de aire, piensan que en realidad el infierno ocurre ahí, bajo la parra; el infierno es comprender que esa tarde nunca volverá a repetirse.