29 de agosto de 2014

Pacto entre escarabajos

Las ilustraciones pertenecen a mi amigo Emanuel Pascual: 
http://emanuelpascual.blogspot.com.ar

Cuando apenas es una chiquita con dientes de leche, Magui todavía no leyó a Kafka, pero ya sueña que tiene una amiga rata. La imagina gris, escuálida y estirada como una sombra: su cola mide dos veces el tamaño de su cuerpo y sus dientes son de la misma dimensión que sus orejas. Si bien suele meterse en el garaje, la rata vive afuera: es fuerte y sobrevive a las heladas de los inviernos. Por la noche, Magui escucha a la rata roer el musgo debajo de las escaleras de cemento del patio. En el garaje, también la escucha morder los viejos tarros blancos de pintura blanca, que su padre nunca tiró. Imagina que, una de esas noches, la rata se pegará al vidrio de la ventana de su cuarto, y le dirá algo. El secreto. El secreto de su soledad. 

Diez años después, Magui ya no tiene los dientes de leche y conoce a Francisco, quien sí leyó a Kafka y se lo da a conocer. Se enamoran. Y es la rata quien una noche aparece y mata a Francisco, clavándole los dientes en el cuello. El cuello de Francisco es blanco como la pintura del papá de Magui. Los dientes de la rata no son de leche.  


¿Cuál es el secreto de la rata, que nunca supo o quiso verbalizar? Kafka quizás conozca ese secreto. Al menos es lo que podemos deducir de las historias que narró. Kafka verbaliza el secreto mil veces susurrado por el ruido de los dientes de la rata de Magui. El secreto empieza así: afirma que existe el alma. Su sustancia es el tiempo. Y el tiempo es un laberinto. 

Pero si el tiempo es eso, entonces, hermosa paradoja, el tiempo no existe: porque no es avance, porque es laberinto. La rata sí existe. Pasan los años aparentes, las búsquedas, los mojones que se reflejan en el camino: la rata permanece impertérrita; la rata niega el tiempo y teje un laberinto en su lugar. Pero negándolo, ocupando su lugar, la rata es tiempo. Llámenla “tiempo”, “proceso” o “castillo”: de todas formas, siempre volverá, siempre negará los pasos del héroe, siempre morderá la yugular del amor de quien la desafía.

Nunca lo sabremos, pero Francisco quizás conocía el secreto de Kafka; quizás la rata, un segundo antes de chuparle la sangre, le susurra al oído la terrible verdad.

Pensándolo más en criollo, diríamos que el secreto del tiempo es que no va a hacer nada por salvarnos, por remediar nuestra soledad. Kafka lo sabe, lo escribe en cientos de páginas. Hacia el final de su vida, como la rata de Magui, pretende callarlo, y amaga con irse para siempre con su verdad, como Francisco. Pero no: antes de morir, Kafka se lo susurra a un amigo. Le deja todo lo que supo sobre aquel secreto. Max Brod es ese amigo de Kafka. También, como la rata para Magui, es el espejo de su soledad.

Una soledad que Kafka también imagina bajo la forma de un escarabajo. El secreto pasa de manos, con la orden de ser destruido, pero a la vez hay en ese pase una cierta esperanza. Un hilo tendido en el laberinto. ¿Para qué, si no, pasar de manos lo que debe (y podría) ser destruido ya? 


Así, en silencio, quizá, se urdan los mejores pactos. Un pacto entre escarabajos es el módico desafío que la literatura sabe hacerle a la soledad.

Mientras las personas sigamos imaginando ratas o escarabajos, tal vez Kafka perdurará como uno de los más sabios entre nosotros.