5 de abril de 2014

Dos otoños

Sábado. Estoy sentado en la mesa tratando de escribir. ¿Se dice “en la mesa” o “a la mesa”? Me cebo mate. Rara vez me pongo a escribir si no sé al menos un poquito de lo que voy a decir. Me pasa que escribo solamente cuando me viene una sensación definida. Cosas que uno incorpora como hábitos y que cree que, por ser hábitos, definen nuestra personalidad. Un escrúpulo, bah, que hoy trato de burlar. Levanto la mirada y por la ventana veo una autopista, o mejor dicho las luces de una autopista, o mejor dicho las luces de los autos de una autopista que en definitiva supongo. Apenas son las siete pero ya es casi noche cerrada. Es el otoño. Las luces o los autos, las lucesautos, se dirigen casi todas en la misma dirección. Es lo más natural: según la parte del día, la humanidad va para un lado o va para otro. La autopista empieza a transformarse en una cadena de montaje, con su hilera de objetos que, en coreografía militar, van hacia algún destino. La autopista es ahora el proceso de producción de una fábrica de lamparitas o, mejor, de una fábrica de luciérnagas. Primero el cuerpecito, luego los ojos, las antenas, las patitas, las alas, y a volar. Pero cada tanto una luzauto díscola, que va en dirección contraria, rompe con esa ilusión. Entonces la certeza de la autopista se me impone, al fin.

Ilusiones. Certezas. Las trampas del lenguaje hacen lo que quieren con nosotros. No quiero pensar en esos términos ahora. Me pongo filosófico y proclamo que no quiero que esos términos me piensen. Más hábitos, más escrúpulos. De todo lo que leí o escuché esta semana, me quedo con lo que dijo Juan Gelman sobre la poesía: “¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía”.  

Entonces hay una imagen, más allá de la ilusión o la certeza. Es otro otoño esta vez. El otoño de un océano azul frío. El mar es casi todo y salpica tanto las rocas que la ciudad parece apenas un gran barco amarrado. Los dos personajes, desde la cubierta, usando sus bufandas favoritas, están frente a un horizonte sin nostalgia. Es que al fin son felices y ya viven en él.  “Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir”, concluye Gelman. De divisiones viven los que reinan. Anulando divisiones se vive. La poesía y el amor expanden la vida. No tengo mayor certeza que esa ilusión.