20 de mayo de 2016

Territorio

La primera persona a la que le pregunté fue a un viejo, uno de esos que siempre tienen las manos engrasadas y usan musculosa en los veranos, metida dentro del pantalón. Yo conocía algo de su idioma por mi viejo y por mi abuelo, oriundos de por ahí. Recuerdo el tupido bigote del hombre, que seguía en forma de barba dispersa por los cachetes, y que contrastaba con su avanzada calvicie.

“No sé”, me respondió, parando de barrer y secándose el sudor de la frente con un antebrazo. Tenía los hombros rojos por el sol mediterráneo. “Hace mucho que nadie pide ir para ahí”.

—¿Pero cómo? ¿Usted es de aquí y no sabe cómo llegar hasta allá?
—No sé. Nunca lo supe.

Después seguí preguntando a otras personas, pero algo de ese viejo me quedó dando vueltas. Desde el principio me inquietó, impresión que terminé de redondear al oír su última frase: “Nunca lo supe”. ¿Qué era esa forma de responder? Si a uno le preguntan la manera de llegar a cualquier lugar, responde que no sabe y punto: no sé, disculpe. Así me respondieron los que me encontré después, sentados en los bancos de la plaza o en la poca sombra de cualquier umbral. ¿Por qué el viejo sintió la necesidad de usar esa expresión que abarcaba exactamente toda su vida? (Es que estaba claro que ese viejo era de ahí: los viejos en musculosa son siempre del lugar donde uno los encuentra, o tal vez han venido allí de muy chicos y entonces es lo mismo, o casi). 

Nunca lo supe. Yo creo que en esa manera de responder había un arrepentimiento, o una simple tristeza. Casi como quien dice "Nunca vi el mar". Lo quisiese o no, la frase de ese viejo transpirado se me quedó pegoteada entre los dedos. Más que nunca quería llegar a mi destino.

¿Pero cómo? Si nadie sabía cómo llegar. Empecé a pensar si era necesario cumplir fuese como fuese con los objetivos de mi viaje. ¿Y qué destino? La ciudad existía, claro. Yo guardaba una foto que mi abuelo había sacado ahí, y además la gente de ese pueblo, aunque ignoraba el camino, no me negaba la existencia del lugar. Lo daban por hecho; el problema era que no tenían respuesta. ¿Y qué clase de destino es ese cuya ruta nadie conoce? Un destino sin camino no sé si es tal cosa. ¿No pasa a ser una cosa difusa, una flor cortada, un consuelo tonto? Algo así como el deseo de un banquete o de un amanecer que surge en quien está preso y a punto de ser ejecutado.

Sin embargo, era demasiado tarde para andarme con planteos existenciales. Había llegado hasta ahí y, si volvía, iba a sentirme triste. Además me moría de calor y lo primero era encontrar agua. Seguiría entonces la búsqueda. Había entre la ciudad y mi situación de entonces una nube espesa. Ahí mismo, en la situación, yo construiría un mapa, o sea, un territorio. Y ya no importaría la ciudad. 

A los nuevos viajeros perdidos que también buscasen la bendita ciudad, los viejos en musculosa les dirían que no sabían dónde quedaba, pero que en cambio conocían un territorio. “No sé”, diría el viejo parando de barrer, manos grises, molesto por el sol del mediodía. “Nunca lo supe. Pero en cambio, sé de un territorio al que podés ir. Yo cada tanto voy”.

Y así el viejo de mi historia estaría mejor.