4 de marzo de 2019

En febrero las plantas

Una madrugada de febrero soñé con “una chica enamorada sin ser correspondida, adherida al piso, recargando energía como si fuera un celular”. Eso es más o menos lo que anoté en el momento, rápidamente, para poder seguir durmiendo. La chica sufrida recibía la energía del piso, y yo me repetía las palabras horticultura y horticultor.

Así era la secuencia: horticultura… horticultura horticultura horticultor; así hasta que me despertaba, con ese versito en la boca (o en la mente). En el sueño yo contemplaba la escena parado, en cuero y en jeans, como si fuera una especie de jardinero de película noventosa, uno de esos tipos de pocas palabras, en principio personaje secundario pero quién te dice, posible héroe o asesino.

Cuando desperté a la mañana tuve que googlear la palabra horticultura porque casi que la desconocía; la asociaba vagamente con el cuidado de algo. Horticultura: cultivo en los huertos. Las plantas, pensé. Con mi novia habíamos estado unos días antes en un vivero, comprando nuevas macetas y tierra para trasplantar nuestras plantas, que no paraban de crecer. Esa misma tardecita habíamos hecho el trabajo. Luego de esta simple asociación diurna, la incógnita del sueño parecía resuelta, y olvidé a la chica por completo.

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La madrugada siguiente al sueño, me levanté para tomar agua, en cuero (casi nunca duermo así porque soy friolento, pero era plena ola de calor), y me encontré con hojas verdes desparramadas por el piso del living. Una de las plantas estaba aplastada, como despeinada o peinada a la gomina; la otra se mantenía firme y erguida, pero deshojada y seriamente mordida (su hoja más grande parecía la manzana de Apple). Nuestra gata Bruna, parada entre las plantas, en la mitad de la noche, me miraba como en un éxtasis, o como si estuviese esperando mi llegada: “Sabía que vendrías…”. O tal vez solamente soportaba mejor el calor ahí, paradita cerca de la ventana. Como sea, en sus ojos había la misma pureza que en la noche de enero en que nos trajo el pájaro muerto.

Esa mañana, ordenando el desastre, entendí mejor mi rol de horticultor, y supe que la chica de mi sueño, adherida al piso, representaba a las dos plantas que ahora sufrían e intentaban recargar su energía. Pero me seguía inquietando la paz en los ojos de Bruna. Así como las plantas me necesitaron a mí, parece que ella también las había necesitado a ellas, o al pájaro, solo que para algo distinto, imposible de comprender.

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Cuando uno se va de vacaciones, tiene que encargarle a alguien el cuidado de sus seres vivos (mascotas, plantas). Uno mismo, sin ir más lejos, encarga su vida entera a quién sabe qué seres. A un sacacorchos, en cambio, podríamos abandonarlo por mil años, y si el fin del mundo no ocurre, lo encontraríamos en el mismo lugar, intacto, autosuficiente como un dios. Pero en el deseo tras los ataques de Bruna, como en las plantas que dañó, había sobre todo necesidad de algo.

Unos días después del modesto incidente botánico, soñé con la palabra francesa assaillant. Me desperté repitiéndomela de la misma forma que había ocurrido con horticultura, y también en este caso solo recordaba vagamente el significado de la palabra soñada. Todo eso me dio la pauta de que se trataba de un sueño complementario al anterior, el que trataba sobre el cultivo de las plantas; el complementario, o el segundo de una saga incompleta.

Busqué entonces la palabra assaillant en el diccionario: una de sus posibles traducciones es atacante.

2 de febrero de 2019

En enero los pájaros


Hará unos 20 o 25 días, nuestra gata Bruna nos trajo un pájaro muerto. Era la primera vez que hacía algo así (hace apenas un mes nos habíamos mudado a un depto estilo ph con patio; toda su vida anterior había sido de departamento puro). Lo descubrió mi novia cuando atravesaba el pasillo para ir al dormitorio o al baño. Yo escuché su grito desde el living, y cuando fui a fijarme qué pasaba, ahí estaba el pájaro tendido, inmóvil, desnucado. En una posición extraña para ser un pájaro (si hay algo que define al estado de muerte, es la posición inusual del cuerpo que la porta).

Su cuerpo gordo de pájaro y su cabeza, aunque en una posición incómoda, estaban impecables, pero su cuello estaba destrozado. Vi las pequeñas plumas desparramadas por el pasillo; también la sangre. Me asombró que fuese tan roja, tan parecida a la sangre humana. Bruna estaba parada a centímetros del cadáver, pero no contemplaba su obra, sino que nos miraba, casi con ternura, ofreciéndonos su regalo, a la expectativa de nuestra reacción.

La insultamos, le gritamos y se asustó. Fue a esconderse debajo del placard, seguramente sin entender lo que estaba sucediendo. Nosotros tampoco entendíamos. Luego sí. Me arrepentí de la reacción; al fin y al cabo la cortesía indica que un regalo, aunque no coincida en nada con el gusto propio, tiene ser aceptado. Aun (o quizás sobre todo) si ese regalo proviene de un animal, y al que uno estima mucho. Hubo que recoger el regalo y rápidamente salir a la calle a tirarlo al contenedor. Hubo que limpiar las plumitas y la sangre. A los 10 minutos, no quedaba el más mínimo rastro del pájaro en nuestro pasillo.

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Hace unos 8 días, nos vinimos para Uruguay, de vacaciones. Aquí nos esperaba una amiga, que vive en Inglaterra y me trajo de allí, a pedido, La novela luminosa, de Levrero, es decir, un libro de un uruguayo que pude conseguir en el norte de Europa, por Internet, a mitad del precio de su edición en Argentina. Lo primero que me asombró fue el grosor del libro: más de 500 páginas, letra chiquita; sería todo un desafío estival. Lo segundo, que en la tapa había dibujado un pájaro.

Me acordé del regalo de Bruna. El libro, finalmente, me encantó.

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Al pájaro que nos acompañó durante los primeros días de nuestras vacaciones uruguayas, le pusimos Tito. Era un pájaro muy extraño. Se paseaba por la mesa mientras desayunábamos; entraba y salía de la casa que alquilamos; se nos subía a la falda cuando almorzábamos o tomábamos mate. No nos tenía miedo, aunque no le gustaba que lo tocáramos. Como un gato. Cuando caminaba, hacía un sonido como de pato afónico. Nos gustaba tener a Tito como mascota, ante la ausencia de nuestra gata Bruna. Nos preocupábamos por conseguirle pan y le dejábamos un tupper con agua en la puerta. Tito venía todos los días por la mañana y por la tarde; por las noches jamás aparecía.

Sin embargo, al quinto o sexto día, dejó de venir. Coincidió con la irrupción de dos días de calor furioso y lluvias repentinas, que les siguieron a unos primeros días que habían sido de verano apacible. Pero hoy volvió el clima razonable, y Tito sigue sin aparecer.

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Fue durante esos dos días calurosos que me acordé de la señorita María Angélica, mi maestra de tercer grado. Cuando se enojaba, María Angélica, al frente del aula y vestida de delantal blanco, entrecerraba los ojitos, pestañeando como si le hubiera entrado una basurita, y como castigo nos daba dictados o ejercicios con números interminables de tarea. María Angélica también nos había dado, esta vez como premio, un pájaro enjaulado para que nos lo pasáramos de casa en casa, entre los compañeros.

¿Cómo se llamaba ese pájaro? No lograba acordarme. Solo podía pensar en el olor a alpiste, la comida que había que darle. Que el pájaro estuviese encerrado en una jaula era algo que me parecía natural. Como los ojos entrecerrados y los dictados, o como decirle señorita a una mujer de 50 años.

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Hoy al mediodía (mañana ya nos volvemos a Buenos Aires), me acordé del nombre del pajarito. Después de una buena caminata matinal por la playa, yo estaba sentado en el deck de la casa que alquilamos, descansando, y pensaba en la familia de nuestra amiga que vive en Inglaterra. Estaban todos pasando las vacaciones en una casa a pocas cuadras, frente al mar, en el mismo balneario que nosotros: ella, su marido inglés, su hermano, su mamá, su tía, su primo y el hijo del primo.

Entonces me acordé de su fiesta de casamiento, a la que fui invitado (hará dos años de esto), y me pregunté por qué no me acordaba de haber visto ahí a su primo y a su tía. De quienes sí me acordaba era de otro de sus primos y de su novia, por ese entonces recién presentada en sociedad. Ellos eran (son) más chicos que nosotros. Entonces me acordé de una compañera de la primaria, de apellido Iturralde o Ithurralde, a quien en tono de burla le decían Piturralde. Luego volví a pensar en la fiesta: al primo que sí recordaba que estaba allí le dicen Pitu.

Y así di la vuelta entera: el pájaro enjaulado de María Angélica también se llamaba Pitu.