22 de octubre de 2014

Un ritmo para el pianista Krzystof


La ilustración pertenece a mi amigo Emanuel Pascual: 
http://emanuelpascual.blogspot.com.ar

Una tarde de septiembre de 1939, cuando la marcha altisonante y triunfal de las tropas extranjeras ganaba las calles de Varsovia, un niño polaco imaginó un piano, y conoció la música, y supo amar por primera vez. Su tía (o tal vez era su madre, da igual), desde la cima de su estatura módica pero adulta, observaba el desfile parada en la vereda junto a su sobrino. Tac, tac, tac: como el arrullo del mar, el sonido de las botas parecía sostenerse por sí mismo y no necesitar de nadie, ni siquiera de Dios. Krzystof se agarraba de la falda de su tía y, por ser apenas un niño petiso, no podía saber del desfile que ocurría en la calzada. No veía: imaginaba, sí, un piano. De todos modos, la tía (o la madre), toda una estatua del espanto, se afanaba en el gesto inútil de taparle los ojos al niño. Como si en realidad quisiera tapárselos a sí misma. 

A todo esto, noten la importancia de los detalles en las vidas de las personas: si en lugar de los ojos, la pobre tía le hubiese tapado los oídos, las cosas para Krzystof habrían sido distintas.

Luego del piano, Krzystof imaginó unos dedos, y finalmente al pianista de esos dedos. A los 4 años, Krzystof no podía saber en qué consistía ser un pianista, pero su intuición no falló: lo imaginó flaco y pálido, se diría traslúcido. La marcha acompasada continuaba sobre Varsovia, mientras altavoces insensatos se subían al vomitivo púlpito de la guerra. Tac, tac, tac. Algo hubo en ese ritmo que sedujo a Krzystof. Pero es cierto —lo deducimos de los hechos posteriores de su biografía— que también sintió que algo le faltaba a ese ritmo. Tac, tac, tac. Por eso imaginó, por encima de las notas insomnes de las botas extranjeras, el discurrir un tanto más caótico de un piano. Pero no es justo decir que era por encima: era a través. Más caótico y quizá también más vital, y por eso más débil y dependiente de algún dios enorme y piadoso, pero de prerrogativas limitadas.

Y que no se nos olvide el otro costado de esta vida única y ordinaria. Esa tarde de 1939, pegoteado a la falda de su tía, el niño Krzystof también intuyó —palpó— que el amor no sería para él una forma de la expansión, sino del repliegue. Mientras las tropas extranjeras amaban avanzando, amaban arrasando, Krzystof intuyó que los ritmos del amor, los de su amor al menos, solamente crecían en ese mundito cálido y afelpado, ese cielo negro y nublado, siempre nublado por las manos de la tía. Ese mundito era pequeño y débil quizá, pero a cien millones de años luz de la incertidumbre.

Las manos de la tía eran nubes que no llovían nunca. 

Tac, tac, tac: este era el ruido de la gran batalla del cosmos, el ruido del amor de los otros. Pero los ritmos de la batalla de este pequeño relato —que se ocupa del mundito de Krzystof, ténganlo en cuenta, y se olvida del otro cosmos— se librarían en un piano. Primero, en el de aquel pianista lejano y traslúcido. Como Krzystof sumó el otro hábito de oír la radio que escuchaba la tía, empezó a saber más cosas de afuera, y lo imaginó al pianista más desdichado entonces, del otro lado de la ciudad. Él sólo tenía que correr si sonaba la sirena; al otro su tapado le quedaba cada vez más holgado. Y por eso Krzystof decidió sostenerlo en la imaginación mientras viviese, mientras a él no le cayese una pared encima y las manos de la tía no pudiesen volver a construirla ni frenarla. Que siga ese tipo flaco y blando, que salte entre los arcoíris de todas las bombas.

Las explosiones, ese otro ritmo del Este. Del cielo cae la lluvia del enero aterido de Varsovia, y el aire puro después de la lluvia, y también las bombas, y también la luz. 

El azar de la reproducción humana en Polonia quiso que Krzystof tuviera determinado apellido y no otro. Y entonces vivió. Y lo sostuvo al otro. Años más tarde, porque cada tanto la realidad es un despliegue de lo que una antigua niñez entrevió, Krzystof vio al famoso pianista polaco en un concierto, y lo escuchó en la radio. Su amigo especial era ahora real, mientras él, en la escuela y más tarde en el conservatorio, iba haciéndose también pianista.

Y también, ya de adolescente, se empeñaba una y otra vez, con raro éxito, en el intento de la conquista. Como amante, el joven Krzystof buscó torpemente copiar el ritmo de las tropas extranjeras de aquel septiembre de 1939. También, como otros de su condición, repitió sin intención y sin cansarse el otro gesto, el de encontrar ese mundito afelpado dentro de las calles arrasadas de cualquier ciudad. 

Amó como pudo. Pasaron en la vida de Krzystof cientos de conciertos y dos esposas. No es lugar este para una crónica o biografía no autorizada, pero sí queríamos dejar constancia de un ritmo, un ritmo particular y autónomo como el de las olas que golpean cualquier peñasco. Si Krzystof logró o no redimir el ruido de las botas —algo le faltaba a ese ritmo—, los dichosos oídos que escucharon al pianista, y no nosotros, sabrán decirlo. 

El pianista imaginado por Krzystof fue también imaginado por miles de pantallas, y murió en el 2000. Unos años más duró en la vida nuestro ya maduro protagonista. En el epílogo del músico, el eletrocardiógrafo marcaba el ritmo de su corazón. Hacia el final, su última mujer, vieja y traslúcida, entonces lo abrazó, y con su mano tapó unos ojos que nuevamente no veían.