8 de junio de 2016

Sobre el tango



Siempre me llamó la atención esa frase que dice que el tango te espera y su otra versión: el tango te llega después de los cuarenta. Más que llamarme la atención, siempre me incomodó y la miré (escuché) con recelo, como protegiéndome; aunque a la vez dándole la importancia que se le da a un adversario despreciable pero prestigioso.

Seguramente es verdad la frase, pero no veo en eso tanto mérito. Tiene algo de amenaza que no me gusta, como si una estereotipada voz tanguera dijera: “Daaale nomás, pibe. Seguí viviendo tus primaveras que total, el tango te espera”. Con versito y todo. Podría ser el remate de una canción de Julio Sosa. Como quien dice, con total verdad: “Que total, te vas a morir”. Con total verdad, pero no sé si razón.

El tango siempre me gustó. Cuando era chico, me acuerdo de que los domingos iba a Capital en auto con mi familia, al cine a ver algo de Disney, a Mc Donald's, al shopping o a esas cosas que hacían las familias en los noventa, y que siguen haciendo, mal que le pese a la década ganada. Cuando cruzábamos el puente Pueyrredón y entrábamos en la gran urbe, la sensación era aplastante: un poco a la manera de los Simpsons cuando llegan también en auto a “ciudad capital” y se maravillan por las luces de neón y los altos edificios. Y a la vuelta, claro, la cosa se ponía tanguera. Flotaba en el aire del auto esa cosa triste de mañana es lunes. Cruzando el puente, me lo imaginaba a Gardel en el atardecer, sentado conmigo y con mi hermana en la parte de atrás del auto: la ñata contra el vidrio, mirando el Riachuelo y cantando, o más bien susurrando: Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver…

***

No me gusta del tango su misoginia, ni tampoco su fatalismo autocomplaciente, excesivo y cómodo. Muchas veces pensé (quizá para convencerme de que estaba madurando) que el tango era una bella queja de un señor de 60 años que se salteó convenientemente la adultez. Se hizo el dolobu, y ahora sufre mucho. Misoginia, fatalismo. El tango también es eso, mal que nos pese. ¿Pero sería justo pedirle a un género musical otra cosa que no sea reflejar la cultura que lo crea?

Es que no puedo pensar en otra ciudad o cultura tan identificada a un género musical como la nuestra. ¿Lisboa y el fado? ¿París y Edith Piaf? No sé, escucho ofertas. Incluso Montevideo, la otra capital tanguera, tiene el candombe, que le pelea el papel protagónico al tango y creo que le gana.

Acá se escuchan mil tipos de música. Pero hay algo que, pese al paso del tiempo, une íntimamente a esta ciudad con el tango. Se lo sigue viendo en la gente, aunque escuche hip hop o lo que sea. Se lo ve en una oscura persistencia del machismo (en hombres y en mujeres). O en la añoranza del pasado, o en las ganas de vivir afuera, sólo para después poder cantar con fatalismo autocomplaciente, como en este tango:

Tirao por la vida de errante bohemio
estoy, Buenos Aires, anclao en París.

Como si el bohemio desterrado que cómodamente ve la nieve parisina tras la ventana no pudiera hacer el intento de juntar unos mangos y volver. Y luego exclama y lamenta con visible histeria, como quien deja a la novia y después vuelve para acosarla con mensajitos de WhatsApp desconcertantes:

Lejano Buenos Aires, ¡qué lindo que has de estar!
Ya van para diez años que me viste zarpar.

***

Pero no quiero ser tan criticón. Me pasan otras cosas también: ya de grande, la otra noche, también en un auto, esta vez en un taxi. También era domingo. Íbamos con mi novia atravesando las nocturnas calles de la fría Buenos Aires de estos días, y el taxista escuchaba la 2x4, la famosa radio de tango (ignoro si hay otras). Habían puesto un tema de Piazzolla. La música se desplegaba no por el interior del coche, sino por la noche porteña a través de las calles de Almagro y Caballito, y tuve la sensación de que el tango era eso, la ciudad misma. El tango era lo que iba creando las calles a su paso, o lo que iba creciendo con las calles a su paso: avenidas anchas e infinitas, calles con semáforos y callecitas empedradas cuajaban todas perfectamente en la red sonora que tejía la radio.

Y exagerando las condiciones climáticas, pero no la sensación, me acordé del final de un tango que compuso Kevin Johansen sobre la nieve que cayó en 2007:

Nieva en Buenos Aires,
y por un momento
corre un sentimiento, amo esta ciudad.

3 de junio de 2016

La callejuela sin fin


¿Qué es Buenos Aires? La mejor manera que encuentro para hablar sobre la ciudad es hablar un poco sobre mí mismo. La ciudad es infinita. La infancia también. Y la ciudad es la infancia. Y yo soy de Zona Sur. Eso significa que a Buenos Aires siempre le dije Capital. En mi infancia, entonces, Buenos Aires empezó por ser Capital a secas. Y de chico, para mí Capital siempre era la avenida Callao, y también las pizzerías de Corrientes y el Obelisco. Pero sobre todo Callao. Toda imaginación de niño es arbitraria, es el colmo de lo subjetivo. A mis diez años, ir a Capital se reducía a andar en auto por esa anchísima avenida de infinitos carriles y edificios seguidos, uno al lado del otro. Luego era meterse en algún cine, y después otra vez era la avenida y, cuando quería acordarme, ya estaba de nuevo volviendo, cruzando el Riachuelo.

Ya de más grande, siguieron las excursiones. A los 14 años, me rateé del colegio con mi hermana y con su novio, que era compañero mío. En medio de la súbita libertad, ¿cómo no iba a proponerles ir hasta el Obelisco? La libertad era eso: ir al Obelisco. No fuimos a una plaza o a un shopping. 

Tomamos el Roca en la hora pico; era junio de 2001 y hacía frío. Viajamos aplastados en ese tren y luego en el subte línea C, y al salir también nos aplastó ver al gigante, como dice la canción. Como si la libertad, en la adolescencia, no consistiera en sentirse grandes, sino ínfimos, minúsculos. Otros prueban con ver el mar o el cielo despejado a la noche; a mí se me ocurrió ir hasta Corrientes y 9 de julio.

***

A veces creo que mis grandes revelaciones sólo se produjeron en la infancia. Más tarde, cuanto mucho, me ocurrieron sus respectivas revalidaciones. Como querían los platónicos, en esos casos, ver no es más que recordar. O también escuchar: fue de grande, ya lejos de la infancia, que escuché por primera vez que la luna va rodando por Callao, en el famoso tango de Piazzolla-Ferrer. ¿No era yo mismo quien rodaba por esa avenida de chico? La imagen es poética, claro, pero nunca me pareció exagerada. ¿Cómo no iba a caber el satélite de la Tierra en aquella avenida de los infinitos carriles y edificios seguidos?

***

Al que me preguntara qué es Buenos Aires, o cómo conocerla, probablemente le sugeriría que, al atardecer o de noche, hiciera el siguiente trayecto en L: desde Corrientes al 1000 (Obelisco) hasta Callao, y allí doblar en el sentido del tránsito, es decir, hacia la Recoleta. El paseante obtendría allí una buena muestra gratis del esplendor y la nostalgia de una ciudad que aprendió a ser absoluta.

***

¿Qué será Buenos Aires? Borges se hace la misma pregunta en su poema titulado precisamente “Buenos Aires”. Tal vez la pregunta sea una porquería (sabrá perdonarme Borges); tal vez sea una trampa filosófica, artera. Cualquier respuesta es válida: incluso decir todo. Se trata simplemente de intentar aproximaciones, pinceladas. En este sentido, la literatura nos ayuda. En su poema ya mencionado, Borges enumera muchas respuestas posibles y, entre ellas, hay una extraña definición de su ciudad natal, tal vez la más certera:

Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca.

De eso se trata: la ciudad que no se acaba nunca. Uno siente algo por el estilo caminando por una ciudad que siempre tiene una nueva esquina que ofrecer, una nueva callecita, un nuevo café, hasta incluso un nuevo barrio.

Raúl González Tuñón fue otro poeta nacido en Buenos Aires. Hay un gran poema suyo que no elige titular “Buenos Aires”, sino “Lluvia”, pero en el que sin embargo se le escapa este verso bien porteño:

(…) subiendo siempre la callejuela sin fin de una pasión irremediable.

La callejuela sin fin. La calle que no se acaba nunca. O la avenida. ¿La avenida Callao, tal vez? Yo no lo sé. Habría que preguntarle a la luna, el día o la noche en que deje de rodar.


2 de junio de 2016

Forgot your password?


Cuando despertó esa mañana, no sabía quién era. Es decir: sabía —seguía sabiendo— que vivía en esa ciudad, que trabajaba de tal cosa y que tenía tal o cual plato o hobbie favorito. Pero no se acordaba de su nombre.

Fue al baño. Al mirarse en el espejo, se reconoció. Seguía conociendo cada detalle de su vida y seguía reteniendo cada recuerdo, pero el lugar de su nombre estaba vacío. Era algo así como despertarse y no recordar cómo destrabar el celular. Una pequeña falla en lo mecánico, en lo esencial.

Claro que entonces fue corriendo a buscar su DNI. Pero en el lugar en que debía estar su nombre, vio una mancha. Pestañeó mil veces en vano, se frotó los ojos. Su nombre estaba pixelado.

¿Cómo no recordaríamos nuestro propio nombre? Parece extraño, pero tal vez no es difícil que suceda. Tal vez sea como quien no recuerda la contraseña de su computadora. ¿En qué lugar de nuestra memoria retenemos nuestro nombre? Ni siquiera sabemos cómo fue que lo aprendimos. 

Hay cosas que nuestra mente delega, por ejemplo, en nuestras manos. Nosotros no sabemos la contraseña de nuestra compu, la saben nuestras manos. Ni siquiera nuestras manos: nuestros dedos. Dejamos que ellos laburen por nosotros. 

Con el olvido de nuestro password, lo primero es desesperarse e intentar ingresarlo mil veces, en vano. Bueno, depende de la configuración. Puede ser tres o cuatro veces, hasta que la computadora termina bloqueándose. Lo mismo podría pasar con nuestra memoria. Es como sucede con cualquier palabra que tenemos en la punta de la lengua, que cuanto más la pensamos, más se nos escapa. Creíamos conocerla y ahora simplemente no está. Bueno, imaginemos lo mismo pero con el propio nombre. O con el nombre de este tipo que se despertó y ya no lo recordaba.

Primero se desesperó, claro. Pero volvamos a pensar en la pantalla de la compu bloqueada. Detrás de eso, detrás de lo negro de nuestra pantalla, está todo lo que teníamos que hacer ese día: los mails urgentes, las tareas laborales. También todo lo demás: Facebook, los portales de noticias, Google; esa realidad de la que nos ausentamos de a ratos, por ejemplo, a la noche cuando dormimos. Como el personaje de Kafka, nos quedamos ante la ley (afuera). Y ya no es necesario el guardián. Todo ese mundo, sin la contraseña a mano, queda detrás de lo negro. 

¿Qué pasa cuando uno se queda afuera de lo virtual? Luego de la desesperación, quizá, en una de esas, sobreviene un desprendimiento. Uno simplemente se levanta de la silla, se rasca un poco la cabeza, agarra las llaves y sale a la calle. Impotente. Perdido. Como liberado.

***

El tipo sin nombre entonces salió a la calle y le pareció más ancha, o más profunda, o más leve. Sintió que podía decirle cualquier cosa a cualquier persona, y que estaría bien, o que no pasaría nada malo. Sabía que era absurdo, pero se sintió impune, como en un sueño dirigido y consciente. Era todo igual, todo, pero el nombre de pila, la contraseña de lo real, estaba faltando: Forgot your password?

Podría haber dado rienda suelta a sus fantasías ahora que no tenía nombre, pero no hizo nada raro en la calle. Eso sí, podría haber ido a trabajar; no es que se hubiese despertado convertido en cucaracha. Pero ahora un extraño pudor lo retuvo en la calle, un pudor que sólo podría darte el no saber cómo te llamás.

Siguió paseando. Tal vez, despejando la mente, el nombre sobrevendría de golpe, como cuando nos olvidamos una palabra cualquiera y después aparece sin que se la llame. O tal vez no. De todos modos, este tipo, ahora que no tenía nombre, no tenía mucho para hacer. 

En eso estaba cuando su celular sonó. Y habló una voz caribeña:

—Buenos días, ¿el señor Sebastián? Nos comunicamos de Personal. Queríamos comunicarle que ya puede ir a retirar el equipo.
—¿El equipo?
—Sí, ya puede retirarlo. Servicio técnico ha solucionado el desperfecto. El señor Sebastián nos ha dejado este número alternativo para contactarlo. ¿No es usted el señor Sebastián?

Sabía que el 99,9% de su memoria no fallaba. No tenía ningún celular reparado que ir a retirar. Pero tampoco tenía un nombre. Y ahí estaban ofreciéndole uno.

Sintió como si desde un gigantesco call center escondido en algún lugar remoto del norte de Sudamérica, una selva quizás, solidarios comandos revolucionarios hubiesen tomado nota de su problema y se hubiesen puesto manos a la obra. Cedió a la fantasía. Esa lejanía lo animó. Cualquier posibilidad de recibir un posterior reclamo quedaba lejos, era tan improbable como aquellos altruistas Comandos Revolucionarios Contra el Olvido. 

—Ah, sí, soy yo, ¡disculpame! No te oía bien. Decime.

Ahora tenía una misión. La voz revolucionaria le dio la dirección a la que tenía que ir. No pudo anotarla porque estaba en la calle, pero no fue necesario. Pudo retenerla en la memoria con facilidad.