26 de diciembre de 2012

Hermanos

En una estancia en las afueras de la ciudad, los dos hombres se sientan en dos banquetas y respiran la luz anaranjada de una tarde transparente. Saben que ahí estarán seguros al menos por un tiempo; ya tocará volver a subirse a los caballos y huir. El sol es todavía de noviembre: no calcina, abraza. Hace una hora se están pasando el mate, sin hablar, bajo la sombra de una parra cómplice. ¿Hace cuánto que se subieron al caballo, para no bajarse nunca más? Se preguntan en silencio cuándo habrá sido la última vez que disfrutaron de una paz así. Uno de ellos piensa vagamente en el parco rasgueo de una guitarra: es él mismo, diez o cien años atrás, acurrucado en el rincón de una tapera ya imposible. En las arrugas de la frente se les dibujan caminos parecidos a los que vienen secuestrándoles la calma perdida. Anduvieron juntos y separados; pelearon en el mismo bando y hasta alguna vez, suponen, el azar los enfrentó. ¿Cómo saberlo con certeza -y para qué-? Atrapados en una sola monotonía, en un único gesto, lucharon una vez contra el color rojo y luego a favor de este. Hoy ya no pelean, o sí: la pelea consiste en escapar. No andan: disparan. Llegaron a una vejez en que, por las mañanas, el resplandor del horizonte les asusta. Son hijos de un estruendo, de un mismo alarido. Ese fatalismo borgeano los hermana. Y en aquella tarde repleta de aire, piensan que en realidad el infierno ocurre ahí, bajo la parra; el infierno es comprender que esa tarde nunca volverá a repetirse.

29 de octubre de 2012

Aterrizaje en Barcelona



A veces tengo sueños malaleche, arteros, y la misión de volver a la realidad me cuesta un perú (o por qué no un australia o incluso una unión soviética). Se trata, entonces, de aterrizar con elegancia, disimulando el caos. Y sobre todo es terrible si estoy de viaje. En casos así, al despertarme, se me aplica una doble patada al riñón. Despierto y no entiendo el sueño del que caí, pero tampoco dónde estoy. A la modificación de la realidad cotidiana que opera el viaje, se le agrega esta otra puntual, la que me aplica el sueño malaleche. Esta segunda patada proviene de adentro y no tiene que ver con levantarse y ver por el balcón una callejuela llena de banderas catalanas. Es demasiado.

¿Con qué soñé? Sólo sé en concreto que se trata de los fantasmas. En este caso de los míos. No alcanza con viajar para despistarlos o perderlos. Como no son corpóreos, caben en cualquier valija y uno anda llevándolos por todos lados. Son los fantasmas, claro, pero igual me levanto, y sé desde los tres años que tengo que mear, cambiarme, comer algo y salir. Alguien que se está untando un pan con mermelada me dice where are you from y logro responder bien, o sea, lo de siempre. Es un buena señal. Es que hay una parte nuestra, la práctica, que nunca deja de funcionar. Luego viene el café y las charlas sobre los últimos goles de Messi, que también harán lo suyo e irán poniendo cada cosa en su lugar, como nos cantaban las señoritas en el jardín de infantes.



28 de septiembre de 2012

Pas photogénique, mais si beau

Hay lugares no fotogénicos. A veces los traiciono y les saco fotos porque hay en ellos una especie de indicio, una disposición feliz. Pero fracaso. No puedo hacerles durar la belleza. A otros, en cambio, les basta una foto para que medio mundo se les enamore. Así sucede con París, con un atardecer de al menos dos colores,  o con casi todas las playas del mundo.

Pero la belleza del resto, lo no fotogénico, demanda mucho, exige un trabajo de extracción que te absorbe y te pierde. Cuidado porque al menos tenés que pasarte una temporada en un lugar así y vivirlo. 

Pero además de vivirlo
te vive también. 

Hasta te exige que hayas nacido ahí, 
o sobre todo que una parte tuya, hasta ahí latente y tartamuda casi, 
lo haya hecho. 

Ahí nacés un poco más, pero se me hace que el prodigio es mutuo.
El lugar y tu caminarlo.
Lo vivís y te vive, te nace y lo nacés. En el lugar queda un aire raro, 
producto de la vida que exhalás, 
y así es que se escapa tu aporte.

Pero es un trabajo casi inhumano, casi tosco, una erosión rasposa de las baldosas que recorrés. 

Sólo así se van embelleciendo los barrios de casas bajas o la gambeta urbana 
de un autobús voraz y constante. 
De otro modo, sacándoles una foto por ejemplo, pasan por vulgares y monótonos. 

Así será entonces, 
es que de qué modo sacarles una foto en que se filtre el sol, 
y sus ideas de futuro que nos encaja. 
No hay modo. 
De qué modo aplastar en una foto el vaivén de los días caminados, 
llenos de palabras pateadas -shh en silencio-
y de placeres furtivos.
Menos modo todavía. 

Lo no dicho va tiñendo de a poco
el mástil, el paso cebra, 
lo que no verá tu foco.

¿Qué dispositivo definirá bien una terminal de ómnibus, su cíclica ambigüedad de alba y esperanzas rancias? 

Sentado en su piso, entre cementerios de colillas y restos de yerba, 
si parás un segundo la mente, 
se te revelan todos los caminos. 
Y los perdés después, 
y qué te creés
no hay foto que valga.

En una baldosa rota, quizás tu universo. Pero eso no lo sabe decir una foto. Tal vez, ya lo sabré o no, algo parecido pase con la gente fotogénica y la que no lo es.

31 de agosto de 2012

On ne tue point les idées


Esta idea, como suele pasarme con ellas, se me presentó sugerente, casi imperativa. La vi, me vio, y entonces me lo dijo: "Escribime". Hice lo que pude por resistirme, y esta vez lo logré: pasé de largo. Pero otras veces, demasiadas para mi gusto, la idea me conquista, y me convierte en un autómata que tipea y tipea para ella. El resultado es que escribo sin pensar y, cuando termino, la idea ya no está más. No la encuentro en lo que escribí y su mirada sugerente ya no está ahí, necesitándome. Y al final, atontado, nunca entiendo si es que la traicioné o me traicionó.

Uno o dos meses después, las ideas suelen volver. Reaparecen ya sin el brillo y el encanto irresistible de antes, pero esta vez más sinceras y despojadas, como si hubieran pasado una temporada en una playa fresca, mirando fijo el mar. 

Esta idea me volvió recién, menos salvaje, y la compré. Más o menos me hace pensar esto: que, para algunos, la belleza puede ser la infancia. Hablo de belleza en términos arquetípicos. Cada vez que reconocemos algo bello, no hacemos más que encontrar una sensación que tuvimos de chicos. Un chico, al ver una cosa la ve por primera vez. Y si esa sensación es feliz, se forma entonces un modelo permanente, y que jamás doblegará, acerca de lo que para él constituye una perfección. Puede pasar con el mar, un peinado cercano, el sonido de la lluvia, cualquier felicidad posible. El primer encuentro con un cuento o con una canción, que para un viejo ya resulta inofensivo, para un chico puede ser el comienzo y el fin último de sus búsquedas.

31 de julio de 2012

La seule richesse

Tal vez la belleza no esté en lo percibido ni en quien percibe; ni afuera ni adentro. Si hubiera que definir su espacio, diría que se da en ese momento absoluto en que la distancia entre sujeto y objeto, esa vieja dicotomía de la percepción, queda disuelta en una vibración conjunta. Sujeto y objeto, al fin despiertos, juegan a que no son.

Es ahí que aparece el universo. 

La sensibilidad no es un propiedad mía: es un hecho, con todo el peso de la realidad. Y si la sensación de belleza es algo real, entonces no puedo provocarla. No puedo más que prepararme para ella. 

Afino mis nervios, despejo mis sentidos. Si no me aclaro a mí mismo, podría pasarme de largo. A veces es como treparse a uno mismo o quemar una cortina, otras es hundirse en una lentitud acuática. 

El momento al fin llega. Sólo me queda ver y escuchar. Y callar.

8 de abril de 2012

Los caprichos del compás

Releemos varias veces una cita de Martín Kohan, rescatada de su novela Bahía Blanca: “Las ciudades, después de todo, existen más que nada para eso: para fabricar azares y ponerlos a funcionar”. Entonces lo decidimos. Más que decidirlo lo aceptamos: salimos a la búsqueda de ese azar fabricado.

3 de enero de 2012

Terra incognita

Nos juntábamos siempre en el departamento del Gordo Pocho, un 10º G del barrio de Colegiales. Corrían los primeros años 90 y vivíamos una adolescencia de rasgueos desafinados, posters con cinta scotch, bicis voladoras, VHS con jugadas de Maradona y algunos libros de culto. Promediábamos el secundario e interrumpíamos esa rutina sólo para pasar los veranos en la casa de Marquitos en Punta Indio.