3 de enero de 2012

Terra incognita

Nos juntábamos siempre en el departamento del Gordo Pocho, un 10º G del barrio de Colegiales. Corrían los primeros años 90 y vivíamos una adolescencia de rasgueos desafinados, posters con cinta scotch, bicis voladoras, VHS con jugadas de Maradona y algunos libros de culto. Promediábamos el secundario e interrumpíamos esa rutina sólo para pasar los veranos en la casa de Marquitos en Punta Indio.

Era un edificio bobo y grandote: tartamudeaba departamentos hasta la J o la K, no recuerdo bien. Nuestras mascotas de interiores eran un águila y una avestruz. Además, en el balcón del Gordo, guardábamos a una sirenita uruguaya en una pelopincho que compartía con el molesto Minguito, el pulpo peronista. No lo era porque robara a ocho manos, sino porque se la pasaba diciendo que, gracias a Perón, los pulpos habían conseguido importantes promos y descuentos en alpargatas y en zapatos de gamuza para sus tentáculos, lo cual había provocado la quiebra del 98% de las fábricas de calzado de la nación —pero esto el pulpo nunca lo contaba—.

De la sirena sólo sabíamos su origen, pero nunca nos había dicho su nombre. Ella sólo nos avisaba que un día vendría un enorme galeón con un príncipe a bordo, a buscarla, y se la llevaría para su Cabo Embolonio. Era bella y engreída. Pero lo cierto es que sólo una vez tocó el portero eléctrico un negro con un ramo de orquídeas, que decía jugar de 4 en Peñarol; y ella no quiso recibirlo. Simplemente respondió, con vanidad, que aún no era la hora de partir.

***

Básicamente, nuestro estilo de vida se ceñía a los siguientes principios y/o pasatiempos memorables:

No sabíamos si Dios existe, así que la incertidumbre de la Nada siempre estaba a un paso, preferentemente cuando las góndolas de Casa Tía estaban vacías. Para Riquinaldo, nuestra mascota avestruz, la existencia de un ser superior no mejoraría la cosa, ya que Dios tampoco tendría buenos motivos para saber por qué existe él mismo y todos nosotros. De este modo, necesitaría otro Dios que se lo explique, pero este nuevo Dios tampoco lo sabría, y necesitaría otro. "Y así infinitamente", sentenciaba Riquinaldo, con su mejor voz de maestra ciruela.

Las tardes de ceniza nos gustaba andar en nuestras bicis voladoras, porque los días nublados el sol no molestaba casi nada. Poníamos en el canasto de una de las bicis al águila Pérez, un bostezado pajarraco que no era capaz de mover un ala y que le tenía fobia al aire libre. Lo atábamos del cogote con una correa y lo tapábamos con una mantita mientras surcábamos los cielos noventosos. Una vez, pobre águila, la tiramos en un paracaídas. No parábamos de reír mientras el pobre bicho planeaba su pánico por el cielo encapotado de Congreso. El Gordo Pocho cantó, con su mejor voz de tenor de salón de actos: 

¡¡Alta en el cielo, un águila porrera...!!

Si alguno de nosotros se enamoraba, no lo felicitábamos, ni lo retábamos, ni lo aconsejábamos, sino que le aplicábamos distintos métodos de mejoramiento del alma. Le enseñábamos a cebar mate sin remover la bombilla, a jugar a la paleta-playa con dignidad, a nadar estilo croll, a no pedir sambayón en una primera cita, a doblar en el Daytona sin chocarse contra la pared.

No sabíamos si creer en el libre albedrío, pero convenimos en que debíamos actuar como si existiera. 

No éramos drogadictos ni retardados, pero nos gustaban mucho las cucarachas. Nos demorábamos mirándoles la cabecita triangular, las patitas vivarachas. Creíamos en ese silencio siempre negro y repudiábamos su habitual muerte crocante de ojota humana. 

Para esta creencia y otras de este tipo, nos basábamos en estas palabras de un francés poeta: "La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana terra incognita, sino en el corazón mismo de lo inmediato". El latín de terra incognita, su pronunciación en voz alta al mirar los cielos de Colegiales, a veces nos estremecía. Pero el temor no duraba mucho ya que pronto estábamos de nuevo contemplando alguna cucaracha.

A veces bondiábamos a lejanas "terras incognitas", por lo general guiados por la sonoridad de los nombres: Canelones, Camarones, Puerto Deseado, Ezpeleta. De todos modos, el Flaco Scopatti creía que viajar era un estado mental y no geográfico: 

—Siempre debajo de estas patas de ñandú, donde quiera que yo me pose —afirmaba con misticismo notable—, allí estará el Camino.

Creo que en esas dos palabras, terra incognita, estaba la clave de nuestro tiempo. Lo nuevo y sorprendente no estaba lejos o fuera de alcance. Lo inmediato era lo incógnito.

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