8 de abril de 2012

Los caprichos del compás

Releemos varias veces una cita de Martín Kohan, rescatada de su novela Bahía Blanca: “Las ciudades, después de todo, existen más que nada para eso: para fabricar azares y ponerlos a funcionar”. Entonces lo decidimos. Más que decidirlo lo aceptamos: salimos a la búsqueda de ese azar fabricado.

El azar quizás sea perderse, pero sólo se encuentra el que se pierde y, en este mundo de coordenadas tan fijas, sólo encuentra algo nuevo el que antes supo no saber más dónde estaba.

Así lo piensa al menos el Samurai, amigo nuestro que, apenas fuera de su cueva de Lanús, pierde toda noción del espacio. Se parece a un canguro suelto en Marte. Mi conjetura es que sus viejos años de cadete le provocaron este curioso efecto contrario.

El problema de todos, ya no del Samurai solamente, es que en Buenos Aires pasan tantas cosas que en el fondo no pasa nada: hay tantas cosas que en el fondo no hay nada. Es una cuestión de proporciones: Buenos Aires a veces es un azar coqueto pero demasiado grande, a veces es una cotidiana fábrica de la nada. Y nosotros necesitamos algo: el recuerdo modesto, pero real. 

Abrigamos esa esperanza mientras revisamos un atlas del año 72, lo único que encontramos analógico en la casa de Marquitos. Precisamos de lo analógico porque tenemos que usar el compás. El compás se parece a las ciudades de Martin Kohan: esa cosa tosca y puntiaguda que nos pedían en el colegio y tantas veces llevábamos al pedo en la mochila también puede servir para fabricar azares. Puede servirnos para definir un destino de fin de semana. Yo guardo un compás de esa época, y decido aportarlo a la causa.

Armamos así, sin querer queriendo, una máquina para viajar. Se usa así: el compás se clava, supongamos, en el Obelisco, y se estira hasta una distancia cualquiera, según las ganas y tiempo de viajar que el viajante tenga. A Magdalena, unos 100 km; a Ezpeleta, unos 25 km; a Rosario, unos 400 km. Luego, una vez estirado el aparato mágico, se traza la circunsferencia, un círculo que al final se reduce a la mitad, claro: en la otra mitad quedan el río y el imposible Uruguay (en auto se complica). 

Cualquier puntito negro del mapa que queda adentro del semicírculo de lápiz puede ser el indicado. Luego se procede al debate...

Se puede ir hasta Adrogué, donde reina un señorío cordial y se come barato en su calle principal. Allí hay una galería elegante en cuyas vidrieras se exhiben sillones y vajilla atildada, indicios de una vida clásica y serena. En la antigua recova de una esquina, hay una gran foto de Borges que lo muestra paseando por esa misma esquina. Verse en un espejo blanco y negro, en esa esquina duplicada, le habría causado espanto a aquel pobre ciego. 

O se puede ir a Gualeguaychú, donde a la tardecita se forman tranquilos embotellamientos voluntarios: la famosa vueltita al perro. La escena es básicamente la misma que se da en Buenos Aires en las horas pico: filas kilométricas de autos avanzan a paso de hombre. Pero en el embotellamiento porteño se siente —se sufre— el paso del tiempo: cada segundo es una abeja que pica. Allí en Gualeguaychú, en cambio, entre mosquitos y las caricias pegajosas del viento del río, el embotellamiento se usa para abolir el tiempo. Las palabras y los mates giran en círculo entre los que van en cada auto, así como los autos giran por un circuito implícito hecho de ciertas calles de la ciudad. En ese círculo delimitado por los autos, y en las calles transversales desiertas, el tiempo no existe. O la tarde es un embole, traducido al dialecto porteño.

O se puede ir acá nomás, a La Plata, donde dicen que hay al menos una plaza cada seis cuadras, y su catedral exagerada nos pone por un rato en nuestro sitio de criaturas en manos de inmensos dioses, quizá inteligentes o quizá caprichosos. Pero no, la perfecta catedral es clara en este asunto: nos hace notar, con asombro o indiferencia, que a veces la inteligencia y el capricho son una misma cosa. 

***

Esa elección del lugar es la única que hacen los participantes. Eso y quizá elegir un hostel o un lugar para comer. Del resto —del recuerdo, de la anécdota— se ocupa primero el compás, y después las ciudades de las que habla Martín Kohan.

3 comentarios:

  1. Creo que el problema no es Buenos aires, (entendida como capital federal) su tamaño y su vorágine. El tema es que uno se agota del lugar que transita diariamente. Conoce todo de él. Todos sus recovecos (si es que todavía existe algo escondido), los olores, los baches, los tiempos de los semáforos. A esto habría sumarle, cómo actuamos frente a ella. Al conocerla de taquito nos sentimos con el derecho de criticarla, de enojarnos con un embotellamiento de querer dejarla (como a cualquier pareja que por predecible se vuelve insoportablemente aburrida e insoportable, también). Y frente a esto un lugar nuevo parece el paraíso. Como todo lo nuevo nos sorprende, como un novio nuevo...le bancamos embotellamientos que hasta parecen copados... el caso es que si anclamos allí terminará conviertiéndose en otra capital federal. Un poeta llamado Joaquin Sabina dice "que al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver".

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  2. Epa se armó debate. Bueno es verdad lo que decís, pero aclaro lo del embotellamiento: yo no digo que el turista va al pueblo y se banca el embotellamiento y le parece copado. Digo que a los propios lugareños les gusta. Les gusta perder el tiempo. Lo mismo que para ellos es un placer, para un porteño es una tortura. Ahi tenes una diferencia concreta, esos son dos modos de vida objetivos, visibles, y no dependen de si lo mire el turista o el que vive ahí. Entonces el problema acá sí que es bs as, o el modo en que vive su gente, que para el caso es lo mismo.

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  3. "Se parece a un canguro suelto en Marte. Mi conjetura es que sus viejos años de cadete le provocaron este curioso efecto contrario."

    ME HICISTE REÍR MUCHO ALE!!

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