12 de julio de 2013

La pared

No sigas siempre en la pared
tan fría está

Puedo hablar bien de las paredes que me protegieron y de las paredes en general, porque suelen ser vistosas y encima siempre se portan de diez en eso de mantenerse endurecidas. Y la vida, a veces, se convierte en pared. 

Pasás por ejemplo la infancia en el patio de casa, en tu jardín del fondo. En ese pasto se corre y se imagina, se juega y se define tu mundo de grillos, húmedo y musgoso. Y también está la pared. Contra sus ladrillos pateás la pelota y ellos, soldaditos ejemplares, siempre te la devuelven. Amás la compañía de la pared. Y su poder traicionero: cada vez acumula más, y todo se va dando lentamente hasta que una nochecita de enero te encontrás tocando con fruición un ladrillo de la pared, tan calentito está, tan calentito que parece tener vida adentro.

¿De dónde viene ese calorcito? No se te ocurre pensar en la energía acumulada del sol durante las horas de más calor; no sé si los niños se fijan mucho en el sol. Se te ocurre en cambio pensar en los seres de la pared; así te gusta llamar a una especie de sombras internas que imaginás deslizándose entre los ladrillos, como humanoides finísimos y melancólicos sólo provistos de contorno. Algo así como los dibujos de un borracho en la clase de geometría, pero con la diferencia de que estas figuras invisibles se mueven. Se te ocurre que estas sombras son las que se cruzan, se rozan y, en ese contacto, se aman: así producen en la pared el calor; así la pared produce su propio calor. Y no, no te das cuenta del sol.

Tampoco de otras figuras que se van definiendo más acá o más allá de la pared: no te importan. Aunque a veces las percibís y tu piel se eriza por unos segundos. Vos mismo sos una más de ellas. Pero luego te quedás mirando fijo la pared, su disciplina feroz, su cemento desparejo y fiel, el naranja fulminante del ladrillo a las cuatro de la tarde, y su triste y fotogénica fosforescencia cuando atardece.

A tal punto llega la demagogia de la pared. Pero más adelante, y sin que sea tarde, descubrís que en francés pared se dice mur. Pensás en un muro entonces, y la nueva connotación te asombra. Luego en un planeta gris, pelado y recóndito, a 200 millones de años luz. En sitios así no puede tener lugar la vida. Ni siquiera la de los seres de la pared, esos movedizos humanoides internos de tu infancia.

Y luego, oportunamente leés:

Del otro lado de la reja está la realidad,
de este lado de la reja también está la realidad;
la única irreal es la reja.

No querés ahora ablandar el ladrillo o traspasarlo. Tampoco querés imaginar de más. Simplemente te movés, y te quedás ahora más acá o más allá de ese ser sordo y macizo en que alguna vez perseveraste.