11 de noviembre de 2014

El Conejo Falopa

Ilustraciones de Franco Prigioni.

I


Esta es tu historia, Conejo. Después de la siesta, al fin te levantás. "Conejo falopa", te baten por ahí. "Bello durmiente", te piropean otros, los feos que se jactan de no dormir. Y en verdad ha sido un letargo de años. Creciste en los noventa, entre jueguitos de Sega, donuts y capítulos de Amigovios. Creciste así, con los tuyos, tranqui, a lo falopa. Un verano que no viajaron a Brasil te llevaron a Mar del Sur. Sonaba Green Day mientras le vaciabas un tubo de Rey Momo en la cabeza a la chica que te gustaba. Te llevaron a Mar del Sur, Cone, pero te dejaron ahí tirado, con tu remerita Rip Curl y tus shorcitos de Miami que habían sido furor. Mamá Coneja se te fue. Y el tiempo borró tu brillo y tu anhelo. No hubo más zanahorias, Cone... quizás nunca las hubo. Se fueron los tuyos y no volvieron. Se sucedieron los veranos y los inviernos; el 1 a 1, las crisis, diciembre 2001, los años K. Y vos te quedaste ahí, bien falopa, pegado al paredón del Mar del Sur. Conociste los inviernos de verdad, los de allá. Te dieron igual los fugaces veranos. Preferiste no entender, no moverte. Spinetta cantó "No sigas siempre en la pared, no tiene caso", quizá para que vos escuches, y no lo escuchaste. Pero hoy es distinto. Congelado y anacrónico, Walt Disney noventoso, hoy salís de tu letargo. Levántate y anda, Conejo. The world is yours.

II


Me está costando escribir sobre el Conejo. Contar su vida, definir sus impresiones y vivencias, sería decir verdades, totalidades que no tengo a mano. La verdad acaso sean estas fotos que nos manda. Acaso la verdad sea esa inmunda hamburguesa después de pasarte 20 años de humedad y hormigas que te caminan por los ojos. ¿Cómo son las patitas de las hormigas cuando te caminan por los ojos, Cone? ¿Qué se siente cuando pasa algún niño o algún borracho y te mea la pierna? No importa, no respondas. No puedo contar tu vida ni quiero que me la cuentes. Sólo vivirte como incógnita siempre abierta, ahora que dejaste la pared. Las revelaciones a las que podemos acceder cierto tipo de humanos son modestas. Y tienen sus propios ciclos y plazos. El 9 de julio de 2013 llovía y yo me moría de frío en más de un sentido. Ese día, no otro, descubrí que Spinetta cantaba: "No sigas siempre en la pared, tan fría está". Ese hijo de puta cantaba lo que yo necesitaba escuchar. Año y pico después, estando en Miramar, les rompo las bolas a mis amigos para ir a Mar del Sur. Es entonces que vemos al Conejo en su pared. Tal vez él vio que lo vimos, y entonces se dio cuenta de que al fin era amado. Y que tenía que dejar la pared. Tal vez la frase de Spinetta lo lleva a uno a Mar del Sur a sacar conejos de sus paredes, a darles el empujoncito. Quién sabe.

22 de octubre de 2014

Un ritmo para el pianista Krzystof


La ilustración pertenece a mi amigo Emanuel Pascual: 
http://emanuelpascual.blogspot.com.ar

Una tarde de septiembre de 1939, cuando la marcha altisonante y triunfal de las tropas extranjeras ganaba las calles de Varsovia, un niño polaco imaginó un piano, y conoció la música, y supo amar por primera vez. Su tía (o tal vez era su madre, da igual), desde la cima de su estatura módica pero adulta, observaba el desfile parada en la vereda junto a su sobrino. Tac, tac, tac: como el arrullo del mar, el sonido de las botas parecía sostenerse por sí mismo y no necesitar de nadie, ni siquiera de Dios. Krzystof se agarraba de la falda de su tía y, por ser apenas un niño petiso, no podía saber del desfile que ocurría en la calzada. No veía: imaginaba, sí, un piano. De todos modos, la tía (o la madre), toda una estatua del espanto, se afanaba en el gesto inútil de taparle los ojos al niño. Como si en realidad quisiera tapárselos a sí misma. 

A todo esto, noten la importancia de los detalles en las vidas de las personas: si en lugar de los ojos, la pobre tía le hubiese tapado los oídos, las cosas para Krzystof habrían sido distintas.

Luego del piano, Krzystof imaginó unos dedos, y finalmente al pianista de esos dedos. A los 4 años, Krzystof no podía saber en qué consistía ser un pianista, pero su intuición no falló: lo imaginó flaco y pálido, se diría traslúcido. La marcha acompasada continuaba sobre Varsovia, mientras altavoces insensatos se subían al vomitivo púlpito de la guerra. Tac, tac, tac. Algo hubo en ese ritmo que sedujo a Krzystof. Pero es cierto —lo deducimos de los hechos posteriores de su biografía— que también sintió que algo le faltaba a ese ritmo. Tac, tac, tac. Por eso imaginó, por encima de las notas insomnes de las botas extranjeras, el discurrir un tanto más caótico de un piano. Pero no es justo decir que era por encima: era a través. Más caótico y quizá también más vital, y por eso más débil y dependiente de algún dios enorme y piadoso, pero de prerrogativas limitadas.

Y que no se nos olvide el otro costado de esta vida única y ordinaria. Esa tarde de 1939, pegoteado a la falda de su tía, el niño Krzystof también intuyó —palpó— que el amor no sería para él una forma de la expansión, sino del repliegue. Mientras las tropas extranjeras amaban avanzando, amaban arrasando, Krzystof intuyó que los ritmos del amor, los de su amor al menos, solamente crecían en ese mundito cálido y afelpado, ese cielo negro y nublado, siempre nublado por las manos de la tía. Ese mundito era pequeño y débil quizá, pero a cien millones de años luz de la incertidumbre.

Las manos de la tía eran nubes que no llovían nunca. 

Tac, tac, tac: este era el ruido de la gran batalla del cosmos, el ruido del amor de los otros. Pero los ritmos de la batalla de este pequeño relato —que se ocupa del mundito de Krzystof, ténganlo en cuenta, y se olvida del otro cosmos— se librarían en un piano. Primero, en el de aquel pianista lejano y traslúcido. Como Krzystof sumó el otro hábito de oír la radio que escuchaba la tía, empezó a saber más cosas de afuera, y lo imaginó al pianista más desdichado entonces, del otro lado de la ciudad. Él sólo tenía que correr si sonaba la sirena; al otro su tapado le quedaba cada vez más holgado. Y por eso Krzystof decidió sostenerlo en la imaginación mientras viviese, mientras a él no le cayese una pared encima y las manos de la tía no pudiesen volver a construirla ni frenarla. Que siga ese tipo flaco y blando, que salte entre los arcoíris de todas las bombas.

Las explosiones, ese otro ritmo del Este. Del cielo cae la lluvia del enero aterido de Varsovia, y el aire puro después de la lluvia, y también las bombas, y también la luz. 

El azar de la reproducción humana en Polonia quiso que Krzystof tuviera determinado apellido y no otro. Y entonces vivió. Y lo sostuvo al otro. Años más tarde, porque cada tanto la realidad es un despliegue de lo que una antigua niñez entrevió, Krzystof vio al famoso pianista polaco en un concierto, y lo escuchó en la radio. Su amigo especial era ahora real, mientras él, en la escuela y más tarde en el conservatorio, iba haciéndose también pianista.

Y también, ya de adolescente, se empeñaba una y otra vez, con raro éxito, en el intento de la conquista. Como amante, el joven Krzystof buscó torpemente copiar el ritmo de las tropas extranjeras de aquel septiembre de 1939. También, como otros de su condición, repitió sin intención y sin cansarse el otro gesto, el de encontrar ese mundito afelpado dentro de las calles arrasadas de cualquier ciudad. 

Amó como pudo. Pasaron en la vida de Krzystof cientos de conciertos y dos esposas. No es lugar este para una crónica o biografía no autorizada, pero sí queríamos dejar constancia de un ritmo, un ritmo particular y autónomo como el de las olas que golpean cualquier peñasco. Si Krzystof logró o no redimir el ruido de las botas —algo le faltaba a ese ritmo—, los dichosos oídos que escucharon al pianista, y no nosotros, sabrán decirlo. 

El pianista imaginado por Krzystof fue también imaginado por miles de pantallas, y murió en el 2000. Unos años más duró en la vida nuestro ya maduro protagonista. En el epílogo del músico, el eletrocardiógrafo marcaba el ritmo de su corazón. Hacia el final, su última mujer, vieja y traslúcida, entonces lo abrazó, y con su mano tapó unos ojos que nuevamente no veían.


29 de agosto de 2014

Pacto entre escarabajos

Las ilustraciones pertenecen a mi amigo Emanuel Pascual: 
http://emanuelpascual.blogspot.com.ar

Cuando apenas es una chiquita con dientes de leche, Magui todavía no leyó a Kafka, pero ya sueña que tiene una amiga rata. La imagina gris, escuálida y estirada como una sombra: su cola mide dos veces el tamaño de su cuerpo y sus dientes son de la misma dimensión que sus orejas. Si bien suele meterse en el garaje, la rata vive afuera: es fuerte y sobrevive a las heladas de los inviernos. Por la noche, Magui escucha a la rata roer el musgo debajo de las escaleras de cemento del patio. En el garaje, también la escucha morder los viejos tarros blancos de pintura blanca, que su padre nunca tiró. Imagina que, una de esas noches, la rata se pegará al vidrio de la ventana de su cuarto, y le dirá algo. El secreto. El secreto de su soledad. 

Diez años después, Magui ya no tiene los dientes de leche y conoce a Francisco, quien sí leyó a Kafka y se lo da a conocer. Se enamoran. Y es la rata quien una noche aparece y mata a Francisco, clavándole los dientes en el cuello. El cuello de Francisco es blanco como la pintura del papá de Magui. Los dientes de la rata no son de leche.  


¿Cuál es el secreto de la rata, que nunca supo o quiso verbalizar? Kafka quizás conozca ese secreto. Al menos es lo que podemos deducir de las historias que narró. Kafka verbaliza el secreto mil veces susurrado por el ruido de los dientes de la rata de Magui. El secreto empieza así: afirma que existe el alma. Su sustancia es el tiempo. Y el tiempo es un laberinto. 

Pero si el tiempo es eso, entonces, hermosa paradoja, el tiempo no existe: porque no es avance, porque es laberinto. La rata sí existe. Pasan los años aparentes, las búsquedas, los mojones que se reflejan en el camino: la rata permanece impertérrita; la rata niega el tiempo y teje un laberinto en su lugar. Pero negándolo, ocupando su lugar, la rata es tiempo. Llámenla “tiempo”, “proceso” o “castillo”: de todas formas, siempre volverá, siempre negará los pasos del héroe, siempre morderá la yugular del amor de quien la desafía.

Nunca lo sabremos, pero Francisco quizás conocía el secreto de Kafka; quizás la rata, un segundo antes de chuparle la sangre, le susurra al oído la terrible verdad.

Pensándolo más en criollo, diríamos que el secreto del tiempo es que no va a hacer nada por salvarnos, por remediar nuestra soledad. Kafka lo sabe, lo escribe en cientos de páginas. Hacia el final de su vida, como la rata de Magui, pretende callarlo, y amaga con irse para siempre con su verdad, como Francisco. Pero no: antes de morir, Kafka se lo susurra a un amigo. Le deja todo lo que supo sobre aquel secreto. Max Brod es ese amigo de Kafka. También, como la rata para Magui, es el espejo de su soledad.

Una soledad que Kafka también imagina bajo la forma de un escarabajo. El secreto pasa de manos, con la orden de ser destruido, pero a la vez hay en ese pase una cierta esperanza. Un hilo tendido en el laberinto. ¿Para qué, si no, pasar de manos lo que debe (y podría) ser destruido ya? 


Así, en silencio, quizá, se urdan los mejores pactos. Un pacto entre escarabajos es el módico desafío que la literatura sabe hacerle a la soledad.

Mientras las personas sigamos imaginando ratas o escarabajos, tal vez Kafka perdurará como uno de los más sabios entre nosotros.  

2 de julio de 2014

Di María mon amour

La noche después del partido Argentina-Suiza, soñé con una vaca. El animal estaba en la calle y se movía sin control. Yo tenía miedo y trataba de mantenerme quieto, apretado contra una pared, mientras la vaca se sacudía: poseída, rabiosa, vital. Al final llegaron unos bomberos o policías, le inyectaron un tranquilizante rojo en el pelaje (no en el cuerpo), y la vaca se fue desplomando suavemente, hasta quedarse dormida en la posición de un manso perrito.

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Esa mañana yo amanecí preocupado porque me acordé de que este viernes tengo dentista. Me duele una muela y los dentistas me dan miedo. Más tarde, el gol de Di María me encontró en el laburo, viendo el partido por la tele. Lo único que recuerdo es que grité el gol abrazando como loco a un compañero, tomándolo por su cabeza. Eso es lo que recuerdo: gritar el gol abrazando una cabeza, casi como si estuviera ahorcando a su portador, como en esas películas yanquis en que el héroe de brazos de acero aparece de atrás y les da vuelta la cabeza a sus torpes enemigos, con el consabido crack final del pobre cuello. Ahorcar para matar o para festejar un gol de Di María. Para festejar, también, que el asunto de la muela había dejado de preocuparme.

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Gol. Caos en lo cotidiano. Leí el otro día que la irrupción de la barbarie, o su simple amenaza, no sólo infunde el caos en el orden, sino que lo muestra. Es decir que lo caótico ya estaba en lo ordenado, lo primitivo estuvo desde siempre incubando allí, en el corazón de la civilización. Esa tarde, luego del partido, yo tenía un examen de francés. Las ideas no se matan, escribió una vez Sarmiento citando casualmente en francés, el idioma de las Luces. El Padre del Aula aludía a los bárbaros, a los que irrumpen. Pienso en nuestro Di María desarticulando la compleja maquinaria enemiga, el relojito suizo al fin destartalado, la Europa al fin desbaratada. ¿Cómo iba a hacer para concentrarme en dar el examen, después de ese gol? Una hora después, las piernas todavía me temblaban. Concentrarme en la voix passive, le gérondif, le participe passé. Volver a la gramática. Pero no. Seguir acordándome de esa jugada. Di María, mon amour. 

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Creo que entiendo el fanatismo argentino por Di María, una repentina devoción que todavía Messi no logra conseguir del todo en "el fin del mundo", como diría el Papa gaucho. El lomo del Pocho Lavezzi, los huevos de Di María. A Messi no le gustan los excesos. Corre lo necesario, y pocas veces se equivoca. Messi es cerebral. Tiene la habilidad sudamericana, pero la mentalidad europea. Antes que equivocarse, a veces prefiere la nada, la ausencia. Di María, en cambio, se inclina por el caos. Corre como loco. Si Messi tiende a lo apolíneo, Di María es un jugador dionisíaco. Es lógico que a los argentinos nos conmueva ese derroche de vida, ese esfuerzo, esa búsqueda poco metódica que se manda mil cagadas y al final tiene su premio. Quizás Di María es un jugador argentino propiamente dicho.

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Le cuento el sueño de la vaca a una amiga psicóloga. Como interpretación, se le ocurre primero el asunto este del descontrol por el partido contra Suiza. Y luego agrega: “Y lo que se descontrola es la vaca, es decir, Argentina”. 

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Después me dice mi amiga que la asociación vaca-patria es lo primero que se le ocurrió, que no es un análisis serio. Por mi parte, seguiría pensando en una interpretación más profunda acerca de la vaca, pero en 48 horas ya se viene Bélgica. Ah, y antes... el dentista. 

5 de abril de 2014

Dos otoños

Sábado. Estoy sentado en la mesa tratando de escribir. ¿Se dice “en la mesa” o “a la mesa”? Me cebo mate. Rara vez me pongo a escribir si no sé al menos un poquito de lo que voy a decir. Me pasa que escribo solamente cuando me viene una sensación definida. Cosas que uno incorpora como hábitos y que cree que, por ser hábitos, definen nuestra personalidad. Un escrúpulo, bah, que hoy trato de burlar. Levanto la mirada y por la ventana veo una autopista, o mejor dicho las luces de una autopista, o mejor dicho las luces de los autos de una autopista que en definitiva supongo. Apenas son las siete pero ya es casi noche cerrada. Es el otoño. Las luces o los autos, las lucesautos, se dirigen casi todas en la misma dirección. Es lo más natural: según la parte del día, la humanidad va para un lado o va para otro. La autopista empieza a transformarse en una cadena de montaje, con su hilera de objetos que, en coreografía militar, van hacia algún destino. La autopista es ahora el proceso de producción de una fábrica de lamparitas o, mejor, de una fábrica de luciérnagas. Primero el cuerpecito, luego los ojos, las antenas, las patitas, las alas, y a volar. Pero cada tanto una luzauto díscola, que va en dirección contraria, rompe con esa ilusión. Entonces la certeza de la autopista se me impone, al fin.

Ilusiones. Certezas. Las trampas del lenguaje hacen lo que quieren con nosotros. No quiero pensar en esos términos ahora. Me pongo filosófico y proclamo que no quiero que esos términos me piensen. Más hábitos, más escrúpulos. De todo lo que leí o escuché esta semana, me quedo con lo que dijo Juan Gelman sobre la poesía: “¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía”.  

Entonces hay una imagen, más allá de la ilusión o la certeza. Es otro otoño esta vez. El otoño de un océano azul frío. El mar es casi todo y salpica tanto las rocas que la ciudad parece apenas un gran barco amarrado. Los dos personajes, desde la cubierta, usando sus bufandas favoritas, están frente a un horizonte sin nostalgia. Es que al fin son felices y ya viven en él.  “Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir”, concluye Gelman. De divisiones viven los que reinan. Anulando divisiones se vive. La poesía y el amor expanden la vida. No tengo mayor certeza que esa ilusión.  

19 de febrero de 2014

Norma ha ganado la batalla (Preocupaciones de bondi)

Él es de otra época. Lleva pelo muy corto y prolijo, camisa, pantalón de vestir y un maletín, pero no puede tener más de 21 o 22 años. Ella usa un short de jean y su aspecto es relajado. Tiene unos años más que él. Se encuentran en el pasillo del bondi, se saludan. Ella va a buscar a su novio que viene de Montevideo (irá seguramente al puerto); y supongo que él va a laburar. "¿Montevideo?". Ella cuenta que se ven cada tanto, que él viaja o ella viaja. Eso es todo. Luego comienza él: que su novia, que no la soporta más, que una semana en Mar del Plata, que en realidad a quien no soporta es a la familia, que el tío de su novia ya le había avisado: "En la que te metiste, viejo, yo que vos rajo". Ella, relajada y paciente, siempre oído comprensivo, le aconseja: "Tenés que hablarlo con ella. Hablalo bien, sin pelearte". Él dice que sí, pero que no aguanta más. Ella debe pensar —pero en realidad lo pienso yo— que su amigo es de esos tipos que aman la complicación, y que mejor escucharlo y no intentar convencerlo de nada. Me pregunto si ella también sufrirá con su relación a distancia; no lo parece. En cierto sentido, es fácil el amor a distancia. Ni siquiera parece haber dudado qué ponerse para ir a recibir a su viajero. Pero algo sufrirá, calculo. Todos sufrimos. Luego la charla vira hacia otros personajes, y así es como concluyo que deben ser parientes o algo así, y que cada tanto comparten cenas de cumpleaños o de Navidad, quizás algún fin de semana en alguna quinta en las afueras, no mucho más.

***

Habla fuerte, sentado a la cabeza de la fila de asientos individuales. Su voz es casi el ruido de una moto que no cesa de arrancar. Habla por celular con un amigo. "Entendés, laconchadelalora, la culpa es de Riquelme". "Yo estoy preocupado, es un problema de actitud. AC-TI-TUD. No puede ser”. "Laconchadelalora, vos sos de la época que ganábamos todo, pero yo me acuerdo que en los noventa no ganábamos un carajo. Y esto es Boca, no es Laferrere". "El próximo partido va a ser lo mismo, acordate lo que te digo, ¿contra quién jugamos?". Así pasan 15 minutos. Su voz tiene esa antigua música quejosa del tango, que hoy es casi una reliquia, pero es un tipo de no más de 35 años. Corta con su amigo hincha de Boca (seguramente fanático, aunque no tanto como él) y empieza a hacer llamados. Descubro que es un tipo con una vida, un laburante como cualquiera. La moto no se apaga, pero baja uno o dos cambios. Da avisos, saluda con afecto, tranquiliza, da buenas noticas. Es amable, humilde, trabajador. Su voz se vuelve solícita y abandona la humedad del tango. Es un buen tipo, un tano un poco calentón nomás, pero buena leche.

***

La chica abre la cartera, saca un libro y se pone a leer. Es Rayuela, una edición gigante, "por el 50 aniversario", leo en la tapa descomunal. Muy incómodo para viajar parada en el colectivo. Ella es sobria y prolija, y tiene pinta de ser abogada o contadora, unos 27 años. Debe ser de esas personas que llevan paraguas por las dudas. No llega a leer dos páginas y le suena el celular. "Norma, estoy yendo". Su voz suena imperativa, firme, casi de call center. "No tenemos nada que charlar, ya está". "No. Ya estoy en camino". "Ya está todo hablado, es tarde, Norma". Al final de la llamada, parece ceder un poco: "Bueno, en un ratito te llamo", y corta. La abogada o contadora retoma la lectura. Me pregunto por qué parte irá. Relojeo: capítulo 23. Me causa gracia que en la cabeza de la abogada o contadora en este momento coexistan los clochards y las peceras del París de 1960, por un lado, y la tal Norma, por el otro. "Norma es un nombre verosímil para este tipo de preocupaciones de bondi, ponele la firma, hermano —me diría Horacio—. Ah, y el Hakuna Matata es otro buzón de Disney. ¿Querés un mate?". La abogada o contadora lee uno o dos minutos más, hasta que definitivamente cierra el libro y lo guarda en la cartera. Se queda pensando o sólo mirando un punto fijo. Norma ha ganado la batalla, una vez más.


11 de febrero de 2014

Biografía

Nacida y criada en el escaso barrio de Sarandí, pateando lunas suburbanas y más tarde anchas avenidas porteñas, la piba se curtió de a poco, como el asado vigilado, se abrió camino por la chatarra de una ciudad indecisa y rigurosa a la vez, casi cayéndose por las esquinas de gatos psicoanalizados y viejas chusmas, palpitando esplendores más antiguos que el tiempo, ensoñaciones que la mecían por ruinas de imperios sordos y páramos desérticos de sal, ensayando piruetas casi torpes, casi cósmicas, casi alegres, seguramente humanas, sin duda vitales.