29 de octubre de 2012

Aterrizaje en Barcelona



A veces tengo sueños malaleche, arteros, y la misión de volver a la realidad me cuesta un perú (o por qué no un australia o incluso una unión soviética). Se trata, entonces, de aterrizar con elegancia, disimulando el caos. Y sobre todo es terrible si estoy de viaje. En casos así, al despertarme, se me aplica una doble patada al riñón. Despierto y no entiendo el sueño del que caí, pero tampoco dónde estoy. A la modificación de la realidad cotidiana que opera el viaje, se le agrega esta otra puntual, la que me aplica el sueño malaleche. Esta segunda patada proviene de adentro y no tiene que ver con levantarse y ver por el balcón una callejuela llena de banderas catalanas. Es demasiado.

¿Con qué soñé? Sólo sé en concreto que se trata de los fantasmas. En este caso de los míos. No alcanza con viajar para despistarlos o perderlos. Como no son corpóreos, caben en cualquier valija y uno anda llevándolos por todos lados. Son los fantasmas, claro, pero igual me levanto, y sé desde los tres años que tengo que mear, cambiarme, comer algo y salir. Alguien que se está untando un pan con mermelada me dice where are you from y logro responder bien, o sea, lo de siempre. Es un buena señal. Es que hay una parte nuestra, la práctica, que nunca deja de funcionar. Luego viene el café y las charlas sobre los últimos goles de Messi, que también harán lo suyo e irán poniendo cada cosa en su lugar, como nos cantaban las señoritas en el jardín de infantes.