2 de junio de 2016

Forgot your password?


Cuando despertó esa mañana, no sabía quién era. Es decir: sabía —seguía sabiendo— que vivía en esa ciudad, que trabajaba de tal cosa y que tenía tal o cual plato o hobbie favorito. Pero no se acordaba de su nombre.

Fue al baño. Al mirarse en el espejo, se reconoció. Seguía conociendo cada detalle de su vida y seguía reteniendo cada recuerdo, pero el lugar de su nombre estaba vacío. Era algo así como despertarse y no recordar cómo destrabar el celular. Una pequeña falla en lo mecánico, en lo esencial.

Claro que entonces fue corriendo a buscar su DNI. Pero en el lugar en que debía estar su nombre, vio una mancha. Pestañeó mil veces en vano, se frotó los ojos. Su nombre estaba pixelado.

¿Cómo no recordaríamos nuestro propio nombre? Parece extraño, pero tal vez no es difícil que suceda. Tal vez sea como quien no recuerda la contraseña de su computadora. ¿En qué lugar de nuestra memoria retenemos nuestro nombre? Ni siquiera sabemos cómo fue que lo aprendimos. 

Hay cosas que nuestra mente delega, por ejemplo, en nuestras manos. Nosotros no sabemos la contraseña de nuestra compu, la saben nuestras manos. Ni siquiera nuestras manos: nuestros dedos. Dejamos que ellos laburen por nosotros. 

Con el olvido de nuestro password, lo primero es desesperarse e intentar ingresarlo mil veces, en vano. Bueno, depende de la configuración. Puede ser tres o cuatro veces, hasta que la computadora termina bloqueándose. Lo mismo podría pasar con nuestra memoria. Es como sucede con cualquier palabra que tenemos en la punta de la lengua, que cuanto más la pensamos, más se nos escapa. Creíamos conocerla y ahora simplemente no está. Bueno, imaginemos lo mismo pero con el propio nombre. O con el nombre de este tipo que se despertó y ya no lo recordaba.

Primero se desesperó, claro. Pero volvamos a pensar en la pantalla de la compu bloqueada. Detrás de eso, detrás de lo negro de nuestra pantalla, está todo lo que teníamos que hacer ese día: los mails urgentes, las tareas laborales. También todo lo demás: Facebook, los portales de noticias, Google; esa realidad de la que nos ausentamos de a ratos, por ejemplo, a la noche cuando dormimos. Como el personaje de Kafka, nos quedamos ante la ley (afuera). Y ya no es necesario el guardián. Todo ese mundo, sin la contraseña a mano, queda detrás de lo negro. 

¿Qué pasa cuando uno se queda afuera de lo virtual? Luego de la desesperación, quizá, en una de esas, sobreviene un desprendimiento. Uno simplemente se levanta de la silla, se rasca un poco la cabeza, agarra las llaves y sale a la calle. Impotente. Perdido. Como liberado.

***

El tipo sin nombre entonces salió a la calle y le pareció más ancha, o más profunda, o más leve. Sintió que podía decirle cualquier cosa a cualquier persona, y que estaría bien, o que no pasaría nada malo. Sabía que era absurdo, pero se sintió impune, como en un sueño dirigido y consciente. Era todo igual, todo, pero el nombre de pila, la contraseña de lo real, estaba faltando: Forgot your password?

Podría haber dado rienda suelta a sus fantasías ahora que no tenía nombre, pero no hizo nada raro en la calle. Eso sí, podría haber ido a trabajar; no es que se hubiese despertado convertido en cucaracha. Pero ahora un extraño pudor lo retuvo en la calle, un pudor que sólo podría darte el no saber cómo te llamás.

Siguió paseando. Tal vez, despejando la mente, el nombre sobrevendría de golpe, como cuando nos olvidamos una palabra cualquiera y después aparece sin que se la llame. O tal vez no. De todos modos, este tipo, ahora que no tenía nombre, no tenía mucho para hacer. 

En eso estaba cuando su celular sonó. Y habló una voz caribeña:

—Buenos días, ¿el señor Sebastián? Nos comunicamos de Personal. Queríamos comunicarle que ya puede ir a retirar el equipo.
—¿El equipo?
—Sí, ya puede retirarlo. Servicio técnico ha solucionado el desperfecto. El señor Sebastián nos ha dejado este número alternativo para contactarlo. ¿No es usted el señor Sebastián?

Sabía que el 99,9% de su memoria no fallaba. No tenía ningún celular reparado que ir a retirar. Pero tampoco tenía un nombre. Y ahí estaban ofreciéndole uno.

Sintió como si desde un gigantesco call center escondido en algún lugar remoto del norte de Sudamérica, una selva quizás, solidarios comandos revolucionarios hubiesen tomado nota de su problema y se hubiesen puesto manos a la obra. Cedió a la fantasía. Esa lejanía lo animó. Cualquier posibilidad de recibir un posterior reclamo quedaba lejos, era tan improbable como aquellos altruistas Comandos Revolucionarios Contra el Olvido. 

—Ah, sí, soy yo, ¡disculpame! No te oía bien. Decime.

Ahora tenía una misión. La voz revolucionaria le dio la dirección a la que tenía que ir. No pudo anotarla porque estaba en la calle, pero no fue necesario. Pudo retenerla en la memoria con facilidad. 

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