y parada sobre el mundo a tus pies
Fito Páez, Tus regalos deberían de llegar
El mundo es un sitio inmenso, pensás, y en el centro del parque del Retiro, de repente, el recuerdo de un patio. O deberías pensar vivencia. En el patio es el verano de la otra ciudad, es la inminencia del atardecer y sus voces y sus agobios dulces, y el calor es compacto y es como un bloque de humedad que calza a la perfección en el patio del claustro. De fondo, el sonido de un canto gregoriano, que inesperadamente te mece. El patio es el centro inmóvil de una ciudad en espiral, derramada, sin cartografía que le haga justicia. Ciudad de bares, de cables, de golpes, de goles, de flores.
En el patio estás vos, o mejor dicho está la otra. La que se quedó, o la que viajó (y no volvió). Vos sos la chica desparramada. La chica que se fue y volvió sin volver. Es que la otra no se va del patio; alma al fin liberada del paso del tiempo. Trepa su mirada por los muros del claustro. Es en ese patio que ella ha visto arriba un cielo casi blanco, casi inhumano: fue tanta la luz.
Ella se mueve en
el patio de aquí para allá, con tu vestido favorito, casi bailando, acelerando
la marcha, de repente deteniéndose de golpe, solemnemente, frente a la sombra
de un jacarandá, como quien se detiene frente a un dios.
En el Retiro, en
cambio, es el otoño. Llueve apenas. A esta altura del año, Madrid es una gran maleta
que empieza a cerrarse nuevamente, y lentamente, como las partículas lentas de
lluvia que se divierten bailoteando en semicírculos, y nunca caen, nunca, nunca
caen del todo sobre los caminos todavía secos del parque. No abrís tu paraguas
violeta. Y encontrás exasperante esa falta de determinación en el agua que no
moja.
Vivís en una
ciudad que no promete de más, y aprendiste a abrazar esa cordialidad. Y siempre
la amaste. Tu cordura es de aquí, se forjó a través de los cientos de viajes en
metro y entre las paredes bendecidas por el paso de los años. Aquí está la ciudad
que tiene años, muchos años: son muchos pero podés contarlos, como ovejitas
antes de dormir. Así es tu paz. Pero entonces, ¿a cuento de qué la duplicación?
Porque encima allá es parecido, casi igual, es allá que las flores de los jacarandás
del claustro caen en ruta indecisa y juegan a no tocar a la otra, a no posarse
sobre sus hombros. Pero caen, la prueba está en que los pisos del patio se
tiñen del violeta de las hojas desparramadas a medida que avanza la tarde. Es
allá, en el patio, que la otra toma una flor de jacarandá y la guarda en su
cartera. Todavía está húmeda.
Aquí es el otoño
y, detenida en el parque, no sabés si abrir tu paraguas o no: por eso es que
tal vez aparece la otra.
En tu cuerpo se
da una pequeña maravilla de la física, o un desgarramiento. ¿Es en tu cuerpo?
El prodigio se da por fuera: el de la niña que baila allá y la que toma el
metro aquí. Tus dos partes se materializan allá en el sitio inmenso, más allá de vos, que sos una especie de tercera
parte que no pertenece a ningún sitio. Un pasaporte no te haría justicia; tal
vez a las otras dos sí. Un pasaporte es sólo para alguien que va de un lugar a
otro, conservando su identidad.
Tus partes
externas se materializan, y demandan tu atención como dos niñas lánguidas que
te miran, como las gotas de este otoño de Madrid, como dos hijas de un mismo
destino y una misma orfandad.
Al llegar a la
esquina de tu casa, luz roja en el paso cebra. Este rojo es más fuerte que
aquel tenue violeta de jacarandá que mece a la otra, en el patio de allá. Ella
allá con su flor, vos aquí con tu paraguas sin abrir. Levantás la mirada, y la
comedia de las gotitas tontas persiste, no se resuelve. Si hay alguna belleza
en esta llovizna, pensás, no es porque sea inofensiva, sino porque no se mueve
y a la vez sí, porque vence a la gravedad y se maneja en el aire como si tal. O
quizás su belleza sea más banal, quizás sea su simple coqueteo con la luz
maravillada de los faroles. Y es que la luz parece tan enamorada de estas gotas
como vos.
Mientras pasan
los autos, te quedás abstraída considerando tu suerte. ¿Podrías vivir
cómodamente en una vida doble? O deberías pensar dos vidas paralelas. ¿Serías capaz de vivir en un cuento? O
deberías pensar fantasía. Ya estás
grande para andar jugando a ser Alina Reyes. El semáforo se pone verde para el
peatón, y el envión de estar cruzando la calle te sirve para organizarte. Sabés
hace rato, porque lo leíste en libros, que a veces la realidad simplemente se
rompe. Y es como pasa con los jarrones. Es la ruptura y después nada más.
La lluvia se
hace algo más fuerte y, sin abrir tu paraguas, apurás el paso. Una gota
inesperadamente densa e implacable, como de oftalmología, te cae en un ojo. Te
lo secás con el dorso de la mano, y celebrás así el gesto apropiado del drama,
el escenario del llanto al fin. Campeona de la ironía, soltás una risita. Y es
recién ahí que sentís ganas de llorar. Un llanto te justificaría, te metería al
menos en la serie de las tristezas explicables, de las personas que se van y
extrañan. Pero el impulso pasa rápido.
Ya al fin en la
puerta de tu edificio, metés la mano con inercia en la cartera para sacar la
llave. Sentís en el fondo el contacto con la pequeña superficie de algo seco. Hundís
más tu mano, ya sin inercia: de repente es una mano nerviosa que cobra vida.
Empieza a hacer
frío en Madrid. Antes de entrar al edificio, arrojás a la calle la flor del
jacarandá.
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