20 de agosto de 2011

Diario de viaje

Breves anotaciones de una viaje ida y vuelta realizado un sábado a la mañana, desde mi casa hasta la panadería para comprar facturas. El sol de invierno, una chica narigona, la señora de la bolsita, la empleada comestible, el cajero veloz, la prima lejana y trémula. Qué viajecito.

10:23. Salgo. Es una mañana de invierno indiscutible, de acto de 25 de mayo en un patio de colegio, pero con sol. Alguna vez leí: el sol en invierno siempre parece que está trepando o cayéndose; es que nunca logra una cima, un mediodía.

10:24. Una chica alta, pese al frío en las manos y en la nariz, está sentada en una mesa en la vereda del café de la esquina, por la que doblo hacia la panadería. La chica es flaca y narigona. Linda, pese a la nariz o gracias a la nariz. Es que no es una nariz sin forma, sino que describe un arco sutil, casi armónico. El sol le da en la punta de la nariz amarilla, centro de su universo, y se expande en tímidas oleadas por sus cachetes, parcialmente nublados. Me gustan los cafés; más me gusta la gente que, en ellos, está sentada sola, pensando o mirando algo.

10:25. Entro a la panadería. 

Una señora, adelante de mí en la cola, tiene el cuerpo redondo y reconcentrado. Parece una bola de fraile. Ya tiene preparada una bolsita usada en la mano, de la misma panadería. Cuando su pedido está listo, se la da a la empleada, que se ahorra el gasto de una nueva bolsita.

La chica que atiende, blanca y sonriente, me pregunta qué voy a llevar. Tiene una pinza en la mano y la sonrisa sostenida. Siento que en cualquier momento se mete la pinza en la boca y saca de adentro los vigilantes, cañoncitos o medialunas de manteca. Me empalaga porque toda ella parece una factura más, como la señora de la bolsita. Es la empleada comestible. 

“Son ocho pesos”, le dice la chica al tipo de la caja. El tipo, que todavía no vio mi billete, ya me está ofreciendo los dos pesos de vuelto. Los tomo y yo le doy los diez. Parece como si, en realidad, él me hubiera pagado con dos pesos y yo le hubiera dado diez de vuelto.

10: 28. Salgo de la panadería más apurado, porque me dan ganas de escribir. La narigona ya no está. A la vuelta del café, me cruzo con una pibita de unos 13 años, que camina rápido y zigzagueante. Tirita de frío. En su cara se dibuja el horror, como si caminara pisando cucarachas. La reconozco: es una especie de prima lejana mía; alguna vez yo jugué con ella, con la bebita que fue. Aunque me reconocería, no me ve. Está concentrada en su frío, ella es su frío. Yo sigo caminando.

***

Ahora me voy en bicicleta unas 30 cuadras a hacer un trámite. Mi próximo viaje, 15 veces más largo que el anterior, ya me está dando vértigo. El que dice que para viajar hace falta “viajar” es un exagerado, un empleado de agencias de viaje de turismo, o simplemente un mentiroso.

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