28 de diciembre de 2013

El Barrio de los Cines

Terminaba el 2041, un año de cambios y esperanzas en la Ciudad Apagón. Todavía luchábamos con fe y coraje por la legalización de la luz eléctrica. Nuestro pequeño país vecino ya lo había logrado. Caminábamos entre los restos de una ciudad obstinada. Vivíamos una extraña paz ya que nos unía a todos esa causa. La inflación había trepado tanto que muchos habían huido, famélicos, nadando por el río a cualquier parte. O se encerraban en shoppings hasta morir de hambre, cantando en ronda villancicos y loas al aire acondionado. Mientras tanto la policía, amotinada, reclamaba por la vuelta de la inseguridad.

Yo iba con mi muñeca roja (así la llamaba a veces a Verita, cosa que no le gustaba mucho) hacia las calles del centro. La ciudad ronroneaba como un gato obeso y demente al son de los generadores de los pocos edificios y negocios con luz. Nosotros, los del arrabal, vivíamos a oscuras. Yo comía siempre en lo de Minga, una señora rica con campos en Villasol que le daba de comer a toda la cuadra.

Mi pequeño lujo era el francés. Poupée rouge, viens avec moi, on va au cinéma, le decía a Verita. Y caminábamos cientos de cuadras, de la mano, hasta el Barrio de los Cines. En las esquinas tocaban bandas de poscumbia. A veces había poetas locos que, por un paquete de fideos moñito, agarraban diccionarios y componían versos al azar, disparando palabras elegidas a dedo. Por ejemplo: moler pan fuga zen transfusión papá. A ellos les gustaba llamarse "posborgianos" y se referían siempre a la lotería de Babilonia o a la biblioteca de Babel. Yo trataba de no escucharlos, pero Verita me llevaba de la mano a esas esquinas y se divertía.

El Barrio de los Cines era el único distrito de la ciudad con luz eléctrica pública, en donde se notaba la presencia del Estado. Lalalandia, primeros exportadores mundiales de ficción, decían los carteles de propaganda a la entrada de cada cine. Veíamos películas toda la noche, hasta la mañana siguiente, películas sobre gauchos caníbales o gánsters rumanos que en París daban el gran golpe, tomaban el poder y bajaban la desocupación.

De vuelta al barrio, pasábamos por lo de Minga a ver si había algo para picar, y después nos tirábamos a dormir. Verita a veces me decía de irnos bien al sur, a la chacra de su tía Coca, pero yo seguía pensando en los gánsters, y la abrazaba hasta sentirla, la abrazaba como se abrazaría una llovizna terrícola en medio de un paseo por Marte.

2 comentarios:

  1. Ale , que bueno está esto! Me hace acordar a ¨El país de las últimas cosas¨ de Paul Auster, una de sus pocas y acertadas incursiones en el género de la ciencia ficción social.
    También me recuerda a Aquilea, esa ciudad inventada por Borges y Bioy en la película de Hugo Santiago ¨Invasión¨, donde Buenos Aires no era Buenos Aires pero lo era más que nunca.

    Muy bueno, hay que hacer la película!!!

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  2. Ema! gracias, voy a ver y leer lo que decís, y lo de la película sería groso je! te mando un abrazo, nos vemos en febrero!

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