10 de mayo de 2015

Frío de otoño


[Continuación de "Lluvia de otoño"]

El momento en que se despierta, cinco minutos antes de que suene el despertador, siente frío por primera vez. Son los primeros días de mayo, y le sucede en el hombro izquierdo. Claro que “por primera vez” es un decir, pero es que el verano en la ciudad fue infinito. Se trata de un frío nada imperial, nada arrasador como lo fue antes el calor de enero. El verano fue un ejército. Y este frío es una guerrilla. Es un frio localizado, inaugural, y se apodera del hombro que quedó al descubierto durante la noche. Es apenas embrionario, pero alcanza para despertarlo. La dignidad de este frío es que logra objetivos.

Además la cama se calienta más lentamente desde que ella no duerme ahí. Lo descubre sin nostalgia, sin pompa, como haciendo meteorología casera. Incluso hubo espacios del colchón que permanecieron fríos toda la noche: es un dato, una novedad. Lo supo su pierna exploradora y se lo comunicó. Todo esto lo va a obligar, piensa, a dormir este invierno con pantalones, o con calefacción.

¿Así es la tragicomedia de los hombres separados? ¿Cuántos rituales de este tipo deberá celebrar? Se siente en una canción de Iván Noble. Aquí viene un ritual más: se acerca al casi ventanal y bostezando, sin ponerse los pantalones, sin ponerse los anteojos, abre los pestillos y entra la luz. O el frío. El gato duerme sobre el sillón; inhala y exhala como si al sillón le hubiera salido un chichón peludo y exagerado. Lo ve y lo acaricia. Pero la hipermetropía de sus ojos le hace creer en la realidad del chichón.

Por la ventana, al mando de una luz dócil, a expensas de esa luz, entra el primer aire frío. La luz es su excusa, su pasaporte. Meses esperó ahí afuera, seguro de su victoria final. Y la luz es una luz ya de mayo. Acaricia: esa es su dignidad. Tal vez, la mejor dignidad que pueda tener una luz.

Al respirar el aire nuevo, hay algo en ese aire que le hace pensar que la respuesta a su mensaje no va a llegarle nunca. ¿Es el frío o la luz? De repente decide, como si esa decisión fuera a cambiarle la vida, no ponerse los anteojos. Recorre el living. Se pone nervioso porque descubre que no puede hacer nada. No puede usar la computadora, leer, escribir en el celular. Apenas podría cocinar. Le alcanza para ir a calentar el agua para el mate en la cocina.

Sólo puede ver de lejos, por la ventana. Lo inmediato no lo distrae, pero se distrae en la forma de una nube blanca. La realidad está hecha de dos mitades, pero una tapa a la otra. Lo lejos y lo cerca. La luz y el frio. El gato y el chichón. El amor y esto. One train may hide another, leyó una vez en un poema. Dice el poema que ese es el aviso para los peatones en un cruce de vías en Kenia. La bendita precaución de tener todo en cuenta. Ver sólo un aspecto es morir aplastado, o vivir aplastado, por un tren o por lo que sea.

Nunca se sabe si es el frío o la luz lo que entra por la ventana. Él amaga con ir a buscar los anteojos. El gato se despierta y lo mira desde el sillón, como queriendo decirle algo. Mientras tanto, en la cocina, hierve la pava que no tenía que hervir.


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