15 de abril de 2016

Pequeñas historias de viejos fantásticos


I. Quedate tranquilo, nene

Termina mi sesión de kinesiología y, antes de salir del consultorio, la secretaria me da las llaves del edificio para abrir abajo: “Y le das las llaves al paciente que está esperando para subir”. 

Obedezco y me dispongo a tomar el ascensor, pero no estoy solo. Dos señoras también salen del departamento y van a viajar conmigo. El ascensor llega. Tras comprender que cabemos los tres en un ascensor, una de ellas comenta, sin mucho sentido:

—Qué bueno. Todo armadito.

Le sonrío (o sonrío en general) y dejo pasar a ambas primero. Aprieto planta baja. Pero algo sucede. El ascensor llega a destino y sigue bajando. No se detiene. Miro a las señoras: no dicen nada. Empiezo a incomodarme y empieza a hacer frío. Seguimos bajando durante segundos, o minutos, qué se yo. Las señoras van abrigadas y huelen a naftalina. Finalmente, al percibir mi incomodidad, una de las señoras me hace un comentario, liberando su mal aliento como mil perros de caza que se avalanzaran sobre mí:

—Las cuerdas las corté yo. Pero quedate tranquilo, nene. Al fondo no vamos a llegar nunca.


II. Feliz cumple, abu

Estamos cenando en un buen bodegón. Como una amiga se va del país, el mozo le trae de postre un flan con una velita a modo de cortesía de la casa. En la mesa de al lado, un señor mayor es testigo de la situación, y le pregunta:

—¿Es tu cumpleaños? 
—No, me voy del país.
—Ah… Porque hoy es mi cumpleaños.

Entonces el pedido es unánime: el mozo tiene que traerle un flan con velita al viejo también, y al cabo de unos minutos, buena parte del restaurante está cantándole el feliz cumpleaños. El señor está contento, sonríe mirando la velita. Sus dos amigas, o familiares, aplauden, y yo aprovecho para sacarle una foto. Es un niño-viejo, un pibito arrugado que ya ha hecho todo el recorrido y es como si volviera al comienzo. Mira su improvisada torta de cumpleaños y sonríe.

Cuando llego a mi casa, tengo una idea loca: subir la foto del señor a mi Facebook. Y con un epígrafe que me causa gracia:

“Feliz cumple, abu”

Lo hago y, al cabo de un rato, recibo bastantes likes. Una amiga me chatea por inbox y me pregunta: “Es tu abuelo Ale? Pensaba que tus abuelos habían fallecido!”.

A la tarde siguiente, es otro de esos días en que Buenos Aires parece una bola húmeda y gris, un monstruo nublado que se mueve con lentitud por el cosmos. Hace como una semana que no vemos el sol, y yo estoy en mi departamento cuando me tocan el timbre. Pregunto y no contesta nadie. Sin saber bien por qué, abro.  Es el viejo.

No nos decimos nada, pero comprendemos. Tomo un abrigo y bajamos en el ascensor. Caminamos unas cuadras hasta el parque desierto, y nos sentamos en un banco. Le invito unas garrapiñadas y comemos en silencio. De repente lo miro de perfil y está concentrado, mirando a un nene que, a pesar del mal clima, se hamaca con entusiasmo. 

Apoyo mi mano sobre su hombro. Le digo: “Abu”, pero no contesta. Mi abuelo sigue con la mirada fija en el nene, pero perdida. Sus ojos también son parte de la garúa. 

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