Termina mi sesión de kinesiología y, antes de salir del consultorio, la secretaria me da las llaves del edificio para abrir abajo: “Y le das las llaves al paciente que está esperando para subir”.
Obedezco y me dispongo a tomar el ascensor, pero no estoy solo. Dos señoras también salen del departamento y van a viajar conmigo. El ascensor llega. Tras comprender que cabemos los tres en un ascensor, una de ellas comenta, sin mucho sentido:
—Qué bueno. Todo armadito.
Le sonrío (o sonrío en general) y dejo pasar a ambas primero. Aprieto planta baja. Pero algo sucede. El ascensor llega a destino y sigue bajando. No se detiene. Miro a las señoras: no dicen nada. Empiezo a incomodarme y empieza a hacer frío. Seguimos bajando durante segundos, o minutos, qué se yo. Las señoras van abrigadas y huelen a naftalina. Finalmente, al percibir mi incomodidad, una de las señoras me hace un comentario, liberando su mal aliento como mil perros de caza que se avalanzaran sobre mí:
—Las cuerdas las corté yo. Pero quedate tranquilo, nene. Al fondo no vamos a llegar nunca.
II. Feliz cumple, abu
Estamos cenando en un buen bodegón. Como una amiga se va del país, el mozo le trae de postre un flan con una velita a modo de cortesía de la casa. En la mesa de al lado, un señor mayor es testigo de la situación, y le pregunta:
—¿Es tu cumpleaños?
—No, me voy del país.
—Ah… Porque hoy es mi cumpleaños.
Entonces el pedido es unánime: el mozo tiene que traerle un flan con velita al viejo también, y al cabo de unos minutos, buena parte del restaurante está cantándole el feliz cumpleaños. El señor está contento, sonríe mirando la velita. Sus dos amigas, o familiares, aplauden, y yo aprovecho para sacarle una foto. Es un niño-viejo, un pibito arrugado que ya ha hecho todo el recorrido y es como si volviera al comienzo. Mira su improvisada torta de cumpleaños y sonríe.
Cuando llego a mi casa, tengo una idea loca: subir la foto del señor a mi Facebook. Y con un epígrafe que me causa gracia:
“Feliz cumple, abu”
Lo hago y, al cabo de un rato, recibo bastantes likes. Una amiga me chatea por inbox y me pregunta: “Es tu abuelo Ale? Pensaba que tus abuelos habían fallecido!”.
A la tarde siguiente, es otro de esos días en que Buenos Aires parece una bola húmeda y gris, un monstruo nublado que se mueve con lentitud por el cosmos. Hace como una semana que no vemos el sol, y yo estoy en mi departamento cuando me tocan el timbre. Pregunto y no contesta nadie. Sin saber bien por qué, abro. Es el viejo.
No nos decimos nada, pero comprendemos. Tomo un abrigo y bajamos en el ascensor. Caminamos unas cuadras hasta el parque desierto, y nos sentamos en un banco. Le invito unas garrapiñadas y comemos en silencio. De repente lo miro de perfil y está concentrado, mirando a un nene que, a pesar del mal clima, se hamaca con entusiasmo.
Apoyo mi mano sobre su hombro. Le digo: “Abu”, pero no contesta. Mi abuelo sigue con la mirada fija en el nene, pero perdida. Sus ojos también son parte de la garúa.
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