26 de abril de 2016

Y resulta que la bohemia era un trabajo


En algunos pasajes de París era una fiesta, Hemingway nos toma el pelo. Por ejemplo, cuando narra la rutina de una típica mañana suya de su vida en París. Allí describe cómo se levanta temprano en las mañanas de primavera y se pone a escribir, mientras escucha o ve al cabrero tocar la flauta y andar con sus cabras por la calle (estamos en los años 20) y a su vecina bajar al encuentro del buen hombre con un jarro. Su mujer aún duerme plácidamente. No nos cuesta imaginárnoslo respirando hondo el fresco aire matinal y poniéndose manos a la obra, inspirado. Para colmo está en París. La escena es idílica y contrasta enormemente (pero le creemos) con el infierno que había sido Europa unos años atrás.

Mientras la ciudad se despierta y las cosas suceden (el cabrero, la vecina, su mujer... "la vida misma", se diría), Hemingway escribe. Y eso es lo que en realidad nos cuenta: que escribe. Esa es su astucia, su estafa literaria. Se explaya narrándonos que escribe, ¿y lo importante acaso no sería lo que escribe? ¿Los cuentos o la novela que tiene entre manos en esa época? No parece. Su prepotencia de trabajo demuestra que no. Hemingway le saca así un doble rédito a su actividad, ya que después también va a escribir sobre eso. Opera así como tantos que narran las vicisitudes de su escritura, pero lo que en otros escritores es reflexión tortuosa y metaliteratura, en Hemingway es anécdota, brillo propio, vida. Al escribir sobre el escribir, se convierte en una especie de escritor inversionista de éxito, en alguien que hace rendir al máximo su inversión de tiempo e ingenio. Al fin y al cabo, era norteamericano. 

Hemingway le llama trabajo al acto de la escritura. No dice, como otros escritores, mi obra o mi literatura. Dice mi trabajo. Un escritor que produce. 

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Por otro lado, Hemingway también nos toma el pelo con el tono general de ese libro, que nos habla de tardes apacibles, ligereza y dormir de noche con las ventanas abiertas de par en par, todo eso en una ciudad donde llueve la mitad de los días y más de la mitad del año es invierno. Pero poco importa si de lo que se trata es de sentirnos seducidos como lectores. Leemos a Hemingway y sus aventuras autobiográficas, y nos respondemos en silencio una pregunta que nunca se nos formuló: “Claro, Ernest, te sigo adonde sea”. 

Es que Hemingway atrapa hasta con su apellido, en rigor su última sílaba, que en inglés significa “dirección”, “camino”. Su libro es una autopista bien iluminada y señalizada. En su ensayo-conferencia París no se acaba nunca, Enrique Vila-Matas capta este tipo de astucias del escritor norteamericano, y con conocimiento de causa, porque él vivió en carne propia la seducción. Ya de grande, el catalán nos cuenta que de pibe leyó a Hemingway y entonces también se fue a vivir a París, que él también quiso ser joven y ser Hemingway, y largarse al hábito de la escritura en una humilde buhardilla de la capital francesa. 

Como el despistado Gil Pender en Midnight in Paris, Vila-Matas va a buscar la inspiración a la Ciudad Luz. Sin embargo, todo le sale simétricamente mal con respecto a París era una fiesta. La autopista se convierte en una sórdida callejuela parisina. Lo que en Hemingway es humilde, en Vila-Matas es miserable. Lo que en el joven Ernest es un inconveniente de la vida cotidiana, en el joven Enrique es desesperación existencial. En su estadía en la buhardilla de la casa de Marguerite Duras, no siente que está escribiendo nada bueno, no entiende los consejos literarios de la dueña de casa, no tiene éxito con las mujeres. Y se caga de frío, como corresponde. 

Vila-Matas se construye así como el anti-Hemingway. Pero de todos modos se construye. Y en esto es tan astuto como su colega norteamericano: narra sus desventuras como escritor y entonces también escribe dos veces. Hace lo más básico del mundo: narrarse a sí mismo. Y uno puede pensar que no hay en esto monotonía ni pereza creativa. Hay una especie de autoafirmación atrapa-lectores, un honesto despliegue de sí mismo que ya no es posible evitar. Uno se deja llevar. Una autopista bien iluminada, de nuevo.

Fabián Casas, un escritor que dice no tener imaginación, cuenta que Heidegger decía: “Ser original es querer”. Y uno podría pensar entonces que ser original es escribir. O trabajar.

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