2 de noviembre de 2016

Buenos Aires, una ciudad que nunca existió

Eppur si muove
Galileo Galilei

Cada tanto me pasa que, caminando por Buenos Aires, de repente me viene una sensación como de que todo esto nunca pasó de verdad. Con todo esto me refiero exactamente a todo: los autos, las ventanitas casi medievales en las medianeras húmedas, los carriles de las avenidas, las tardecitas de enero en que la ciudad es un horno y, aunque las horas bajan, la temperatura no baja ni un grado, etcétera. Es una sensación, no llega a ser un pensamiento. Apenas cobra alguna forma, tal vez, en la básica pregunta filósofica por qué todo esto y no más bien nada, pero en seguida el protopensamiento se desvanece.

Puede pasarme en cualquier calle. Pero la sensación es más fácil de explicar con el caso de la Reserva Ecológica. Estando ahí, en ese mundillo primitivo, uno puede imaginar, por ejemplo, a los soldados ingleses haciéndose camino entre los yuyos durante las invasiones de 1806 y de 1807. Desde ahí, desde la naturaleza fundamental, uno puede contemplar los rascacielos de la ciudad y librarse a la tan trillada sensación de que el progreso es artificial, irreal: no ya la idea de progreso, sino el progreso mismo, en toda su materialidad de ventanas, carriles de avenidas y cemento recalentado de enero.


Pero no por trillada la sensación deja de presentarse. ¿Por qué existe todo esto?, esa es la cuestión. Si uno visita un pueblo o ciudad europea, en cambio, es fácil tener la sensación de que hace siete millones de años todo estaba igual que ahora (no sé qué pasa con las ciudades arrasadas por la guerra, como Berlín o Varsovia). Tal vez por eso es curioso saber qué sienten precisamente los europeos cuando llegan acá. 

Según cuentan, en su visita a Buenos Aires, el escritor francés André Malraux sentenció: “Buenos Aires es la capital de un imperio que nunca existió”. Siempre me impactó esa frase. El elogio y el sarcasmo a la vez. Pero Malraux llegó para el final de la historia, o con la historia ya empezada. Si nos remontamos a los orígenes, es verdad que nunca hubo imperio, pero tampoco hubo nunca ciudad: Buenos Aires es una ciudad que nunca existió.

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Es que reflexionemos: ¿qué fue Buenos Aires en sus inicios? Primero, un fuerte arrasado por el viento de algún malón. Siempre me imaginé ese fuerte como la primera casita del cuento "Los tres chanchitos", que era de paja, que el lobo feroz derriba simplemente soplando. Pedro de Mendoza fundó una ciudad en 1536 que después desapareció. Se esfumó como si nada. Es decir que la primera página de esta historia es la de un espejismo, la de una negación. En un principio Buenos Aires fue sólo una hipótesis inserta forzadamente en la niebla del inverosímil Mar Dulce.

Luego de su segunda fundación en 1580, durante los dos siglos siguientes, Buenos Aires fue apenas un puerto relegado a los confines del Virreinato del Perú.  Dos siglos es casi la mitad de su historia. Y como buen hijo que no se siente querido, buscó afirmarse en la transgresión. Y así se afirmó en el contrabando, a espaldas de la madre patria. Y la afirmación de sí mismo, a esa temprana edad, ¿no sería la formación de una identidad? (O su búsqueda, que es casi lo mismo).  

Pensemos en lo que los griegos o los romanos entendían por ciudad cuando planificaban una. En lo que los incas o los mayas entendían por ciudad cuando planificaban una. Y ahora pensemos en aquel lejano puerto contrabandista.

Según se cuenta, a fines del siglo XVIII, los españoles se percataron al fin de Buenos Aires. Cobraron verdadera conciencia del problema del contrabando, que perjudicaba sus intereses. Entonces había que poner alguien que controlara, un virrey. Y por eso, y parece que sólo por eso, le otorgaron un Virreinato, algo así como el reverso irónico del imperio del que hablaba Malraux. De todos modos, así fue como Buenos Aires empezó a ser poderosa.

Después la historia es larga y está hecha de guerras y divisiones y una cierta élite. Hubo casi una década en que incluso no hubo ni imperio para Buenos Aires ni tampoco prácticamente país (de 1852 a 1861, se declaró como estado semiindependiente). Así se iría ensamblando el hermoso y monstruoso híbrido en que vivimos, que se expresa, entre otras cosas, en los múltiples estilos arquitectónicos de la ciudad. Pero esto es seguramente otra cosa que una ciudad en el sentido de Malraux, que en definitiva, como no podía ser de otra manera, pecó de europeo: paseó por aquí los conceptos del Viejo Continente; habló nada menos que de ciudad y de imperio en la pampa argentina.

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Pero puestos a pecar, pequemos. Es cierto que Buenos Aires, de a ratos o de a cuadras, parece París. O de a ratos, de a cuadras, parece Madrid o Manhattan. O Ciudad del Este. (Probablemente de tanto mínimo parecido viene, en parte al menos, nuestra obsesión por la comparación constante). A veces ni siquiera es una cuadra, sino una esquina, un edificio o el pedazo de un edificio. Pero el parecido, sea el que sea, sólo es de a ratos, de a cuadras o de a pedazos: de repente uno desemboca en una calle completamente distinta, y el escenario se deshace; despertamos del sueño. Es como si un lobo feroz viniera, una y otra vez, a incendiar el fuerte de paja levantado por Pedro de Mendoza. Allí es donde también sobreviene la irrealidad.

Y sobreviene la exageración que nos gusta tanto, tal como de hecho se encuentra en la frase de Malraux. Si Argentina es un imperio (aunque inexistente), los barrios de su gran capital bien pueden ser repúblicas (de La Boca, de Mataderos, de San Telmo...). Como nos anda faltando la densidad de lo real, todo se exagera.



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Para terminar, no quiero dejar pasar unos famosos versos del joven Borges que vendrían a contradecir todo lo aquí expuesto:

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
la juzgo tan eterna como el agua y el aire.

Cuesta entender que haya empezado todo esto, sí. Tal vez porque cuesta encontrarle principio y fin a lo que parece irreal. Pero lo cierto es que Buenos Aires empezó, y que continúa, y que el contrabando es menos eterno que el agua y el aire, pero igual de real. Tal vez Borges, a puro fervor y enamoramiento, no hizo más que disimular aquel origen, con la mayor elegancia posible.

O tal vez lo más correcto sea decir, como habría dicho aquel astrónomo ante la Inquisición: está bien, Buenos Aires es una ciudad que nunca existió, y sin embargo se mueve. 


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