23 de septiembre de 2010

Pollericidio

Una historia en la que una pollera fuese la protagonista. Ese hombre atormentado se había enamorado de una pollera. Eso fue lo que entendí. Nunca decidí si los hechos que me contó eran reales o no. Nunca supe, para ser más exacto, si el engaño me lo hacía a mí o a sí mismo. Pero la tardecita se prestaba para una historia de polleras: era verano y estábamos en Gesell. Para colmo, el viento no molestaba. ¿Cómo no lo iba a escuchar?

Yo estaba parado en la orilla mojándome las patas. El agua del mar, que siempre está tibia a las siete de la tarde, me acariciaba los talones y enterraba mis pies en la arena. De repente, una ola me trajo una pollerita a cuadros. Mecánicamente la levanté y pensé en María Luisa, mi prometida. Tal vez le gustaría, tal vez simplemente se reiría. Me dispuse a volver a la sombrilla para mostrarle el tesoro a María Luisa, cuando una voz implacable me partió la tardecita en dos:

—Disculpame, pero es mía esa pollera —me dijo un hombre flaco y atormentado.

No pude reprimir la risa. Pero mi nuevo amigo seguía creyendo en la seriedad de su demanda:

—Es mía, ¿de qué te reís?

—Una de dos: o sos un traba o sos escocés —aventuré.

—¿Te parece que yo podría ser algo de eso?

—No, tenés razón. Los escoceses son más grandotes, más fornidos.

—Y los travestis también —acotó el hombre. Supe con alivio que al fin empezábamos a entendernos. De todos modos, yo seguía sin comprender:

—Bueno, pero ¿entonces qué sos?

—Un enamorado. Un enamorado cuyo amor es prohibido y silencioso. Y cuando uno como yo llega a cierto límite, o se aniquila a sí mismo o al objeto amado. Yo opté por lo segundo; por eso fui hasta el muelle y la tiré al mar. Pero se ve que nunca  me la voy a poder sacar de encima. 

—¿Te enamoraste de esta pollera?

—Algo así. En realidad, supongo que de su contenido, de su portadora. Estefanía.

—Pero entonces, ¿por qué no la mataste a ella? ¿Por qué la pollera y no Estefanía es la que naufraga por los mares del sur?

—Porque, en el fondo, la culpa siempre ha sido de la pollera. Ha sido todo un gran círculo, hermano. Y ahora vos te metiste en él, vos que ingenuamente creés que podrás deshacerte de la pollera regalándosela, por ejemplo, a alguna noviecita que tendrás por ahí. Dios te libre. 

Ante mi desconcierto, el hombre me explicó su teoría del círculo, o al menos la historia del círculo. Estefanía era conocida suya, vieja compañera de la facultad. Hace mucho tiempo había llevado esa pollera a cuadros a un examen final. Todos, también él, se habían vuelto locos con ese nuevo look, audaz y desfachatado. Al cabo de un tiempo, Estefanía se enganchó con un amigo del hombre atormentado, un tal Ramón. Finalmente, se casaron. Ahora estaban él, Estefanía, Ramón y otros amigos más pasando todos juntos un verano en la costa.

—La idea de venir a Gesell fue de Estefanía. Me llamó a mí para planear el viaje. ¡A mí!

—Claro, a vos… ¿Y?

—Que no se lo propuso a Ramón, ¿entendés? Luego de cortar el teléfono, comprendí todo. Ella me había hablado con una determinación increíble. La misma determinación que la había llevado a ponerse la pollera en la facultad. Un desajuste de tiempos (yo en ese momento tenía novia) hizo que Ramón se la enganchase y no yo.

—¿Pero qué fue lo que comprendiste?

—Que Estefanía iba a traer a Gesell la misma pollera. Efectivamente, hoy revisé su bolso y la encontré. Casi me vuelvo loco.

Entonces comprendí lo del muelle, lo del pollericidio.

—Ella siempre negó la existencia de la pollera —agregó mi amigo—. Mejor dicho, dice no acordarse de habérsela puesto esa vez. Dice que tiene muchas. Pero yo se la encontré hoy en el bolso, ¿entendés? La hija de puta siempre lo tuvo todo planeado. La facultad, Gesell, el muelle… Todo.

—¿Estefanía?

—No, la pollera. Bah, es lo mismo.

—¿Pero estás seguro de que es la misma? ¡Ella dice que tiene muchas así!

—Es esta, la puta pollera a cuadritos, ¿cómo confundirla?

—Pero puede tener varias. ¿Te acordás de cómo era la de la facultad? ¿Qué colores tenía?

Mi amigo lanzó un chasquido irónico y miró el horizonte. Empezó a patear con rabia el agua de la orillita contra el viento, de modo que el infeliz se estaba empapando. Parecía hacerlo a propósito, parecía disfrutarlo.

—¿Te acordás o no? —insistí.

—No.

Aquí di por finalizada la charla. Empecé a alejarme con rumbo a la sombrilla de María Luisa. Haciendo un último intento, el hombre me preguntó:

—¿No me  la vas a dar?

—No, amigo. Usted es un peligro para las polleras. Deberían prohibirle que se acerque a una a menos de cien metros de distancia.

Lo dejé solo. Llegué a la sombrilla y le mostré a mi prometida el húmedo hallazgo. María Luisa se quedó muy contenta y me comentó que en el centro había una feria americana. Allí le darían unos diez pesos por la pollera; tal vez quince si andaba con ganas de negociar.

2 comentarios:

  1. Me gustó, pero creo que deberías cerrar el marco que narrás al comienzo.

    Un saludo.

    A.

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  2. Gracias por el comentario, A.

    Puede ser, tal vez quedó medio flotando eso de las historias a esa hora de la tardecita, el viento, la mentira y la verdad... Pero tampoco quería extenderme tanto (en un texto de Internet, me parece que no da).

    Saludos!

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