4 de septiembre de 2010

La fiesta, la chispa

No escribo porque me agobien fantasmas o porque me sienta dentro de un túnel. No soy ese que escribe desesperadamente en su trabajo, incomprendido, sin que nadie lo vea. Tampoco soy ese que encabeza resistencias o escribe heroicamente contra dictadores fascistas. Nunca fui un poeta maldito. Y sin embargo, abcdefg… escribo.

Hasta ahora, nunca consideré a la escritura como una forma de vida. Sé que la cambiaría por un puñado de días junto a una persona que quiera mucho, en cualquier parte del mundo donde haya sol y corra el viento.  Es que nunca creí que la ficción del lenguaje pudiera ser puente de nada. Hasta ahora, nunca creí que el arte pudiera salvarme.

Antes que las palabras, en el atrás del tiempo, están el llanto y la risa, nuestras dos únicas utopías. 

Como al 99% de los escritores, nunca me pagaron por lo que escribo. No escribo por desesperación, ni por contrato, ni por encargo, ni por simple evasión. No soy ese que tiene su estudio y se levanta todas las mañanas para escribir un capítulo nuevo de su próxima novela. Ser estructurado, cuando no es por obligación, me cuesta un perú. Es que nunca pude escribir nada si no estaba entusiasmado. Nunca fui de tirar bollitos al tacho (sí al blog). Cuando me obsesioné, perdí. Aprendí, entonces, a no querer decir aquello que en el fondo no tenía sinceras ganas de decir.

Ahora bien: sí soy ese que estúpidamente cree que el 99% de las cosas ya las dijo Borges. Y no me frustro; lo celebro. Sí soy ese que, apretado en el subte y sin espacio para sacar un cuaderno de la mochila, escribe en su propio celular guardando fragmentos en mensajes. Soy ese que jamás usaría “copos de algodón” en vez de “nubes”, ni “mentecato” en lugar de “pelotudo”. Sí me despierto en medio de un sueño y escribo palabras en el primer papel que encuentro (e inútilmente, porque a la mañana casi nunca me acuerdo por qué las escribí). Sí llevo siempre, por lo menos, un pedazo de papel a cualquier lado, por las dudas. Soy ese que alguna vez creyó que escribiendo se podría ganar el amor de una chica.

Escribo, quizás, porque algo hay que hacer. Escribir me parece una hermosa forma de pedalear en el aire. 

Una sola bandera levanto: la de la superficialidad; la de no escribir jamás “para descargarse” o porque se está mal o porque se quiere decir una verdad profunda. Yo pedaleo en el aire, no sé vos. Y el aire es como la hoja: no tienen sótano. Lo que hay es espacio: para arriba, para abajo, para los costados.

Las cosas profundas, existenciales o emocionales, fatales y sin cocción, son lo más aburrido del planeta porque a todos nos pasan. Además, la "escritura profunda" es la única que pretende ser auténtica; pero todo, en el mundo de las palabras, es falso. (Sólo una mirada no miente). En el baile de máscaras, la "autenticidad" es la única impostura, la única mentira: la única máscara que no es honesta.

No debería importarnos que un escritor nos cuente verdades o nos hable de frente, a calzón quitado. ¿Le creeríamos? La literatura arranca cuando se hace la diferencia; cuando, en vez de decir: “Estoy triste”, elegimos otra expresión, otra mentira más bella. 

A mí también me pasó eso de querer ser profundo: también quise decir algo, expresarlo con palabras. Pero a los dos días prendí la computadora, me encontré con ese mismo texto y no supe qué es lo que había querido decir. Pensé: "¿Esto lo escribí yo?", "¿Y para qué?". Me encontré con un muro de palabras. La profundidad se me escapó.

(¿Alguien encuentra una verdad en sus sueños nocturnos? No digo interpretaciones, cosa entretenida si las hay. Digo verdad. Interpretar un sueño, o sea, narrarlo, es crear, es distorsionar, es  mentir. Es usar un espacio, una superficie. ¿Otra bonita forma de hacer literatura? Tema para otro apunte).

Nunca me consideré una persona con imaginación desbordante o con profundos y únicos pensamientos que transmitir. (Tal vez sí a los quince años, cuando uno es más pelotudo que nunca). Sin embargo, cada vez más, la escritura se me impone como atractiva, como vital. Es ante todo un despliegue de fuerzas, una embriaguez: una fiesta solitaria, si se me permite la contradicción.

¿Qué tengo de buen escritor? Querer a las palabras por lo que son: sonidos gráficos.

¿Qué tengo de mal escritor? Ser una madre excelente: querer por igual todo lo que escribo: no verle defectos, conservarlo. En Esparta, tierra de valientes, a los hijos deformes se los sacrificaba. 

Tal vez no sea incorrecta la siguiente analogía: los hombres tenemos piedritas, o sea, palabras. Todos las usamos; sólo que el verdadero escritor intenta rasparlas con un objetivo concreto: hacerse un fueguito y calentarse las manos por un rato. Una chispa es una oración. Para un escritor, intentar hacer fuego es creer, en ese momento, que esa invención servirá para algo. Medio borracho, un impreciso y ferviente animador de la fiesta solitaria lo recontra afirma: 

—¡Sirve, vos seguí que sirve! 

¿Quién será? No sé, es una metáfora. Y uno sigue porque en ese momento cree en esa chispa. 

“Acá hay chispas, lo sé”, suelo repetirme. “Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”, agregaría un escritor, ese que ya dijo el 99% de todas las cosas.

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