4 de enero de 2011

La muerte en Ostende

A veces creo que contar algo que nos pasó es como ordenar la casa para cuando vienen visitas. De repente caen nuestros tíos del interior y mamá se pone como loca, quiere que ordenemos. Uno tiene todo despelotado: entonces hay que ordenar, hay que mentir. Del mismo modo, alguien nos va a escuchar o a leer, pero nuestro pasado es una montaña de calzoncillos y medias sucias: hay que ordenar, hay que mentir. En realidad, mamá y nuestros tíos visitantes nos están pidiendo belleza. El que escucha nuestra historia también. ¡Belleza, nene! Por eso es que, desde que soy escritor, también soy una excelente ama de casa.

Esta introducción me parece necesaria para marcar un contraste: todo fue distinto cuando conocí a Laura. La historia me llegó ordenadita en vivo y en directo, sin fisuras. En estos casos uno deja el laburo de ama de casa y la realidad solita hace de mucama. ¿Para qué ordenar lo que ya está como dispuesto así por Dios? Sería como cambiar los planetas de lugar o como destejer un sweater para volver a dejarlo como estaba. Si bien ya soy ama de casa, no tengo tiempo para laburos de anciana.

***

—¡Pelotudo, eso no es un fantasma! —aseguré.

Dieguito estaba convencido de que el pescador con el farol era un fantasma. Yo antes había estado convencido de que ese farol era un fogón. Estábamos en las tinieblas, estábamos en la playa de noche en algún sitio indefinido entre Ostende y Valeria del Mar. En el medio de la oscuridad playera, había un farol prendido, y hacia allí habíamos ido.

Nuestro amigo Ale se había quedado durmiendo, y nosotros fuimos hasta la playa con la idea de hacer un fogón. Teníamos las ganas. Solamente nos faltaba la guitarra, la leña y el encendedor. Y las minas, claro.

—Es un simple viejo con insomnio —le expliqué.

Pero una voz repentina y suave, como de monjita joven, hizo su aparición:

—Ese fue mi tío. Murió en el 93.

Detrás de nosotros estaba paradita Laura: angosta, piel blanca, ojos verdes, cuerpo de libélula. Llevaba puesta esa cara redonda y de porcelana, que tan bien les queda a las rusas, las checas, las ucranianas. Sé que Diego le miró las tetas, firmes detrás del vestido; yo aún no me atrevía a tanto. Verla a Laura daba frío y calor a la vez. Y en la penumbra, su piel brillaba. Y enceguecía.

—¡Viste, gilazo! Ese tipo no puede ser real. Es sólo un alma en pena.

—Me encanta que tu amigo todavía pueda distinguir lo real de lo fantástico en una noche así. Lo felicito.

Me daba pánico que Laura me hablara a mí y no directamente a mi amigo. Diego no pudo contra tanta ironía junta y tuvo que quedarse callado. En ese momento, cayó Ale. Estaba en cuero y descalzo; de su mano derecha pendía una botella de whisky destapada. Sí, vacía.

—¡Qué caripela! ¿Tenés sueño? —le preguntó Laura.

—Sí, ¡claaaaro!..., sueño... estemm...

—Mirá a tu amigo, flaquito. Y vos también miralo, grandote. ¿Me van a decir que no parece un fantasma también?

Cuando se trata de entender la esencia de Ale, cualquier hipótesis es válida. Laura la Pálida bien podía estar en lo cierto.

—Así que tu tío está muerto. ¿Y qué hace acá, entonces, entre los vivos? —interrogué, patoteando a nuestra libélula inexplicable.

—Es que a algunos muertos les cuesta perder las mañas. Son como esos hombres que se casan, pero que jamás dejan el burdel. ¿Tío Osvaldo, en una nube, contando angelitos? No me lo imagino. Tío Osvaldo fue pescador y los pescados son el amor de su vida. La muerte, en cambio, para mi tío es una mina más, a lo sumo una esposa más. El verdadero amor vence a la muerte, flaquito.

"El verdadero amor vence a la muerte, flaquito". Laura era capaz de decir frases dignas del muro de Facebook, no era cualquier mina. Y encima era la segunda vez que me decía "flaquito". Llegaba a llamarme así una vez más, y creo que me enamoraba. Si es que antes no moría del miedo, claro.

Mientras tanto, el pescador y su farol volvían de la orilla con un balde lleno de pececitos.

—¿Ya está, tío?

—Sí, querida. Volvamos.

—Oiga, don, ¿se pesca algo a esta hora? —preguntó Diego, amistoso.

—Él no los escucha —avisó Laura—. Él no escucha a la gente que está viva, o que se cree viva.

Dicho esto, Laura la Pálida, Osvaldo y el farol se marcharon sin despedirse. Nos volvían a dejar en la completa oscuridad. De repente, Ale empezó a putear a los gritos, y finalmente oí cómo la botella de whisky silbó en el aire, mientras volaba con decisión hacia aquellos seres huidizos.

Borracho y todo, Ale tuvo una puntería perfecta. Sin embargo, la botella pasó de largo, entre ellos, sin tocarlos.

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